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Columna
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Imparable (¿y necesaria?) inmigración

Con ser muy elevadas, las cifras de inmigrantes a Europa van a seguir creciendo. La tendencia migratoria, el envejecimiento de la población europea y la creciente necesidad de mano de obra y servicios prometen este escenario, que el autor analiza con la mirada puesta en el futuro

La Unión Europea está atravesando una de las más dramáticas transformaciones demográficas de su historia y, dentro de ella, lo mismo ocurre en España. Europa fue el origen de oleadas sucesivas y a veces masivas de emigrantes hacia el continente americano, pero ha llegado a ser el destino de movimientos migratorios originarios prácticamente de todos los confines del mundo. Los inmigrantes regulares en Europa alcanzan casi 18 millones y si se añaden los clandestinos podrían superar los 20 millones, o sea, alrededor del 4,5% de su población, frente a los casi cuatro millones de inmigrantes (incluyendo ilegales) en España, que representan ya el 9% de la población.

Con ser relativamente elevadas, estas cifras parecen condenadas a seguir creciendo. La tendencia migratoria, el envejecimiento aparentemente irreversible de la población europea y la creciente necesidad de Europa en brazos y servicios prometen que el número de inmigrantes aumentará y cada vez va a pesar más sobre la ciudadanía europea, particularmente en España donde podrían representar dentro de dos o tres años más del 10% de la población, pero en algunas regiones o zonas mucho más.

Los Gobiernos nacionales siempre han sido muy celosos de sus competencias en relación con la inmigración y han buscado soluciones individuales a sus problemas. Esta actitud ha influido sin duda en que los dirigentes europeos hayan tardado en sentir la necesidad de definir una verdadera política europea sobre la inmigración. Afortunadamente parece que esta cuestión se está tomando más en serio. La presidencia finlandesa ha indicado que los problemas relacionados con la inmigración, legal e ilegal, serán examinados en este segundo semestre del año, con el fin de que el Consejo adopte unas conclusiones y establezca unas directivas en este campo.

Pero una gestión eficaz de la inmigración debe tener en cuenta las causas que la originan. Existe la opinión generalizada de que la miseria económica es el motor exclusivo de la inmigración, pues el abismo que separa los países pobres de los ricos del planeta no ha variado en los últimos 20 años y ha impulsado los movimientos migratorios. Sin embargo, las motivaciones son más complejas, también intervienen las tradiciones particulares de un país o región y su cultura.

Así, en ciertas regiones de África y Asia los movimientos migratorios son muy importantes, mientras que en otras regiones vecinas la emigración es nula. En España, por ejemplo, las grandes emigraciones a América de principios del siglo XX partieron principalmente de Galicia y de Asturias, que no eran precisamente las regiones más pobres de España, pero en ellas el espíritu empresarial y de aventura tuvieron un papel importante. Además la emigración supone un mínimo de recursos materiales y morales y la extrema miseria la hace a menudo imposible.

Si las medidas de control administrativo y policial han intentado con escasos resultados frenar la inmigración en destino, la ayuda al desarrollo de los países pobres en sus múltiples formas ha sido el instrumento utilizado para su contención en origen.

Es difícil, por no decir imposible, determinar en qué medida se ha logrado, pero sí se puede asegurar con rotundidad que sus efectos hubiesen sido mayores si los egoísmos agrícolas de los países ricos -fundamentalmente la Unión Europea y EE UU- no hubiesen llevado al fracaso las negociaciones iniciadas en 2001 en Doha para proseguir la liberalización de los mercados agrícolas. Se trataba de permitir a los agricultores pobres del Sur el acceso a los mercados de los países ricos del Norte a través de la reducción de las subvenciones recibidas por sus competidores y la eliminación de barreras aduaneras.

Los países ricos gastan alrededor de mil millones de dólares al año para ayudar el desarrollo rural en los países más pobres y la misma suma al día en subvenciones agrícolas domésticas que cierran sus mercados a aquellos países, agravan su pobreza e incitan a la emigración.

Los responsables políticos de los países ricos tienen ante sí una elección sencilla: mantener un sistema que sostiene las rentas de sus agricultores y asegura un bienestar subvencionado a un puñado de grupos de interés en sus países, o bien instaurar un sistema multilateral que permita a millones de individuos de los países pobres del planeta a sacar partido de los beneficios del comercio y de la mundialización.

España, como uno de los países ricos, ha atraído un ejército de inmigrantes. No tan numeroso todavía, es cierto, como el de Francia, Alemania o Italia, pero no hay que ser un gran profeta para prever, a la vista de las masivas y continuadas llegadas de inmigrantes, por tierra, mar y aire que los va alcanzar si no superar. De aquí que la cuestión de la integración y de la convivencia se haga cada vez más sensible e importante, aunque hasta ahora este tema no se trata a fondo en las confrontaciones electorales.

Cabe esperar que la Unión Europea haga una crítica resuelta de la idea dominante actualmente sobre la inmigración y se imponga una política que sea realista y justa al mismo tiempo. Realista, porque la inmigración es una realidad inevitable y es inútil pretender prohibirla. Justa, porque deberá tener en cuenta que la libre circulación de personas es un derecho y en consecuencia no se debe suprimir sino organizar al servicio de todos los actores concernidos.

Pero las fuerzas políticas españolas no pueden esperar a que llegue, si es que llega, ese momento de lucidez europea, sino que deberían actuar concertadamente y afrontar uno de los desafíos más delicados y decisivos para el futuro equilibrio de la sociedad española.

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