La rueda incontinente
En la casa nadie me creyó cuando anuncié que iba a dejar el cigarro. Los chicos se mataron de la risa y María Cristina dijo con su aire de sabelotodo ¢seguro que has visto un encendedor bonito". Por la noche siguieron con la bendita cantaleta en la mesa, mientras las preguntas más severas se iban alternando con chistes acerca de mis dedos amarillentos y las tres cajetillas diarias que solía fumar: ¢¿Hiciste una apuesta con tus amigos, papi?", ¢¿tú crees que vas a poder, Antonio?", ¢¿no estarás enfermo, papá?". Sin embargo, para cada cuestión encontré la salida ocurrente o la respuesta sesuda: ahora podremos hacer deporte, el humo fastidia a la gente o cada paquete te quita una hora de vida. En fin, lo típico. Nunca supe sime tomaron en serio o no, pero se metieron la lengua al poto y no volvieron a dudar de mí.
Desde niño sospeché que sería un gran fumador: comencé fascinado adivinando las humeantes formas que emergían de la boca de mi padre, después alcancé a reconocer cada variedad de tabaco por sus diferentes aromas y, finalmente, me convertí en un experto coleccionista de cajetillas. Tuve más de 3 mil, de las cuales aprendí sus nombres, fragancias y colores; pero mi sueño era poder identificar las marcas a través de profundas pitadas y bocanadas relajantes. Por eso a los 12 años mis hermanos ya me habían iniciado en los misterios del pucho y a los 15 compré mi primer cartón: unos Dexter, que por aquel entonces costaban 6 soles y como eran más pequeños que los normales mareaban menos a los novatos. Así empezó mi dilatado amorío con la nicotina.
En el colegio encendíamos a escondidas cigarros en los recreos y en las clases de Educación Física, pero sobre todo durante las entradas y salidas. Los curas y los viejos se aliaron para disuadirnos con los cojudos argumentos de siempre: se van a quedar enanos, tan mocosos y fumando, ¡qué van a pensar del Champagnat! y otras huevadas por el estilo. Pero nosotros jamás claudicamos y las fiestas de 15 años se convirtieron en los santuarios del tabaco. Los rituales comenzaban en la bodega más cercana a la jarana, donde bebíamos ron y fumábamos como chinos. La cosa era entonarse para llegar como cañón al bailongo y entonces -y sólo entonces- sacábamos a relucir la cajetilla de rubios importados y los encendedores bacanes, para poder presumir ante las chicas y convidarlas un cigarrito sin que las vieran sus papás o la pesada de la tía gorda.
'Mi sentido del gusto se trastocó y encontré de lo más insípida la cocina de María Cristina, a pesar de que la pobre recurría a las especies'
'Se comentaba que me había vuelto loco o convertido a alguna de las doctrinas que explicaba en mis clases de Religiones comparadas'
Con el tiempo fui acumulando experiencia y creando un estilo a través de innumerables campamentos, viajes, fiestas e incluso retiros, porque al ser mayores los curas no sólo nos dejaban fumar, sino que se metían unas fumadas de miedo con nosotros. Así fueron pasando los años y descubrí a la vez cómo era el intríngulis sociológico limeño del tabaco: la pituquería le entraba a los rubios, el pueblo llano a los negros y los maricones a los mentolados. Los que fumaban importados eran militares, oligarcas o diplomáticos; mientras que el comunismo miraflorino se pasó a los negros cuando dejaron de llegar los habanos revolucionarios, chico. También observé que la mayoría de los que usaban boquilla eran atorrantes, pelotudos los que hacían argollitas todo el día, achorados los que fumaban sin filtro, intelectualoides los de pipa y terriblemente huachafos quienes llevaban cenicero portátil. Por supuesto los había roñosos y quien fumaba mierda para no invitar, aunque nunca faltaba el gorrero coprófago. Finalmente llegué a conocer los boliches más surtidos del contrabando criollo, como el Estadio Nacional, los bazares militares, el Museo Arqueológico y la Catedral de Lima. Así, entre pucho y pucho, desarrollé un compendio bastante aceptable de la realidad peruana, acaso más objetivo que el curso que llevé con el doctor Peach en la universidad. No obstante, era imprescindible dejar el vicio para siempre.
Al principio fue horroroso, pues nunca imaginé cuánto de mi aplomo académico se lo debía al tabaco. ¡Me sentía indefenso ante mis alumnos sin un cigarrillo entre los dedos! Privado de mis densas fumarolas perdí el talante intelectual y me encontré incapaz de responder preguntas sin hacer alguna pitada o aspiración reflexiva. El decano me llamó la atención por dictar clases con chupete y casi me mata la pluma fuente de tanto lavado de estómago. Los estudiantes me descalificaron en las encuestas por impedir fumar en las aulas y hasta me volví alérgico a la tiza. Como era de esperar, la universidad me sancionó cuando empecé a evitar a los colegas fumadores y los recintos saturados de humo como la cafetería, los salones, las oficinas, los despachos de profesores, la sala de grados, los pasillos, etc.
Pero eso no fue todo. Mi sentido del gusto se trastocó y encontré de lo más insípida la cocina de María Cristina, a pesar de que la pobre recurría a las especies y condimentos, a los ajos y cebollas, a las salsas y picantes. Mi dentadura, libre del arenoso sarro de la nicotina, comenzó a poblarse de adherencias e incrustaciones, mientras que mi aliento dejó de tener su tenue buqué y dio paso a un vaho viscoso. Renuncié entonces a comer carnes y me volví vegetariano, para así consagrarme a los alimentos frescos y esponjosos. Sin embargo, mi nariz también había adquirido una excéntrica sensibilidad y los olores dulzones se tornaron abominables: la colonia de los chicos, el desodorante familiar, los perfumes de María Cristina y hasta mis propias lociones. Peor aún, separado del correoso halo del tabaco llegué -como Sócrates- a conocerme a mí mismo. Reparé en que tenía unas axilas que sudaban, unos pies inefables y una caca a prueba de balas. En los buenos tiempos solía entrar al baño con un cigarrito, pero ahora, para enfrentarme cuerpo a cuerpo con mi inédito aparato digestivo tuve que apelar a ventiladores y extractores, al incienso y al orégano. En realidad necesitaba una escafandra para caminar por casa, pues la cocina me asfixiaba, el baño era un antro hediondo, la sala rezumaba humedad y el ambiente de mi habitación lo encontraba enrarecido.
María Cristina demostró mucha comprensión durante los primeros meses: compró nuevas colonias, cambió de detergente (la ropa olía a rayos), siguió un curso de cocina naturista en la Embajada de la India y reemplazó las flores de la temporada por otras de plástico ('¡el polen, mamita, el polen!'), pero cuando le dije que las emanaciones de su cuerpo eran rancias y agridulces me mandó a la mierda. Estaba en su derecho. Antes me encantaba recorrer su piel, lamerla, sorber sus jugos y dejarme extraviar por los aromas de todos sus resquicios; mas nuestros escarceos se volvieron frustrantes desde que le encontré el gusto a gelatina vieja y marisco podrido. Ahí fue cuando me dijo que ella era capaz de aguantar cualquier cojudez, incluso que mis besos dejaran de ser sabrosos y mis caricias impúdicas, pero que no iba a soportar los insultos de un huevón que apestaba a curry y requesón. O me bañaba antes de meterme a la cama o tendría que tirarme al perro.
Yo era consciente de mi metamorfosis: el tabaco había definido mi personalidad y mis sensaciones, y ahora que debía hacer frente al mundo sin él me sentía como un prematuro fuera de la incubadora. Pero por ella haría un último esfuerzo: empecé a bañarme en agua de sándalo, a espolvorearme primorosamente con talco de bebito, a hurgar las oquedades de mis orejas con un hisopo perfumado y a hacer abluciones de bicarbonato con esencia de nenúfares, para después enhebrar un hilo mentolado entre mis dientes. Aprendí a emperejilar mi nariz y a limpiarme el culo con una toallita tibia para librarlo de cochambres, me aficioné a ungüentos afrodisíacos y a pomadas sahumadoras. Yo ya era un ser volátil y lubricado que nocturno y fragante sobrevolaba la casa en busca de amor. Creo que por eso me mordió el perro, porque no me reconoció entre tanto potingue. Para colmo todo fue inútil: los humores de María Cristina seguían ahuyentándome y ella replicó que no pensaba acostarse con un pelotudo que olía a farmacia. La abstinencia tampoco fue solución y a los cuatro meses se mandó cambiar con los chicos decepcionada y resentida ('porque esta casa huele a chivato'). Su último cartucho fue provocarme con un cigarro, pero mi disciplina había alcanzado límites orientales: si había abolido el tabaco y las comidas, también podría hacerlo con las groseras necesidades del cuerpo. Fue demasiado para ella.
En mi nueva vida conocí la más severa austeridad: infusiones y sopitas de soya, sayonaras en invierno y un vestuario de lo más parco. En la universidad se comentaba que me había vuelto loco o convertido a alguna de las doctrinas que explicaba en mis clases de Religiones Comparadas, pero lo cierto es que me fui quedando solo sin amigos ni enemigos. En ocasiones recordaba con nostalgia mi oficina repleta de estudiantes, pero terminaba recriminando mi torpe debilidad. Me volví un hombre solitario que no transmitía ni el más leve sentimiento, ni la pena ni el rencor, ni la burla o la curiosidad. Por eso mismo, jamás imaginé que mis fuerzas flaquearían al llegar a ese punto.
La tentación se presentó a través de mis ropas, sutilmente pringadas de tabaco. Ese mágico perfume despertó reminiscencias terribles en mi mente y después de quemar el perverso traje juré no volver a subir a un microbús. Craso error: la humareda de la fogata multiplicó por mil la hechicera fragancia y tuve que contenerme para no salir disparado por un cigarro, pues acudieron a mí el tostado tabaco holandés, la empalagosa tersura del rapé marroquí y el espeso olor almendrado de las virginias de Guayaquil. Esa noche tuve horrendas pesadillas en las que desfilaban ante mí los 3 mil paquetes de mi vieja colección: los ásperos Marlboro, la discreta suavidad del Rothman's y el amargo Benson Hedges, al lado de los estimulantes Piel Roja colombianos o los anodinos y japoneses High Light. De pronto me vi sobre el hierático camello de la cajetilla, cabalgando en busca de la negra odalisca de los Gitanes, que para mi desesperación empezó a fumármela con furiosas pitadas que parecían ventosas. Sin embargo, ahí estaba ahora María Cristina mostrándome sus dunas húmedas y sus labios firmes mientras me ofrecía turgente y acuosa un paquete de Dexter. Me repetí que nada debía ser más fuerte que mi voluntad y resistí estoico sus artificios: los pechos trasudaban el aroma de las nueces del Amphora, sus jadeos hirieron mi nariz con la sensualidad de las hojas del Brasil y me invitó a inhalar entre sus piernas el delirante opio tailandés. Mas no pudo doblegarme. Uno a uno encajé sus golpes y cuando la visión desapareció alcancé un indescriptible remanso de paz. Imaginé que aquéllo era una suerte de Nirvana y entonces desperté.
Observé que mis alumnos más queridos habían velado mi sueño y los exhorté a encontrar sus propios caminos y laberintos por sí mismos, renunciando como yo a las quimeras de un éxtasis imposible. Sólo uno de ellos se atrevió a preguntarme si en alguna de mis vidas pasadas o futuras había encontrado el soterrado placer. Recordé a las mujeres que amé, el refinado perfume del tabaco de whisky y las formas humeantes que encadenaba el que sería mi padre. En todo eso pensé cuando le respondí con el mayor cinismo: 'No, Sariputta. Todo es dolor'.
El autor
Fernando Iwasaki nació en Lima en 1961. Realizó sus estudios de Licenciatura y Maestría en la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde fue profesor de historia de 1985 a 1989, y los de Doctorado en la Universidad de Sevilla, donde fue profesor invitado en 1985 y 1991.
Sus libros a caballo entre las memorias, el ensayo y la creación literaria han recibido numerosos elogios: ¢Fernando Iwasaki Cauti explora la historia con ojos de artista y creador de ficciones" (MarioVargasLlosa ); ¢Iwasaki se ha propuesto antes que nada deleitarnos y de paso instruirnos" (Guillermo Cabrera Infante)...
Es premio Copé de Narrativa (Lima, 1998); Conference on Latin American History Grant Award (New York, 1996); Premio Fundación del Fútbol Profesional (Madrid, 1994) y Premio de Ensayo Alberto Ulloa (Lima, 1987). Ha sido colaborador de Diario de Sevilla(1999-2000), La Razón(1998-2000), El País(1997-1998), Diario 16(1991-1996), Expreso( 1986-1989) y La Prensa(1983-1984).
Diccionario sin levantarse
Cantaleta: En América, estribillo.
Poto: Nalgas.
Pitada: Calada.
Pucho: Colilla, resto del cigarro.
Sol: Antigua moneda monetaria del Perú.
Huevada: Cosa, asunto, situación.
Bacán: En el lenguaje juvenil de algunos países americanos, muy bueno, estupendo, excelente.
Pituquería: Actitud de quienes pretenden ser elegantes y distinguidos.
Atorrante: Holgazán.
Huachafo: Cursi.
Copófrago: Que ingiere excrementos.