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Columna
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¿Ponderando los riesgos?

Los últimos datos conocidos sobre la evolución reciente de la economía española parecen confirmar, en opinión de los expertos, que el PIB sigue creciendo a una tasa cercana al 3,5% y que aparecen signos alentadores tales como una mayor fortaleza de le inversión en capital fijo y de las exportaciones, al tiempo que se observa un ligero descenso en el ritmo de crecimiento del consumo de las familias y de la construcción. Ha descendido también el paro registrado al tiempo que el número de afiliados a la Seguridad Social, si bien, este dato negativo deber tomarse con precaución al deberse probablemente a los efectos del aumento extraordinario contabilizado el año pasado por la regularización de inmigrantes. Resulta igualmente tranquilizador que los beneficios empresariales durante el primer trimestre hayan aumentado nada menos que un 25% y que nuestras empresas no financieras sigan creando empleo.

Pero hay otra cara menos favorable de la moneda. A finales de 2005 nuestro déficit por cuenta corriente alcanzaba el altísimo porcentaje del 6,5% del PIB y cara al verano actual quizá haya superado el 7%. Además, como documenta el Banco de España (BE) en su reciente Informe Anual, es difícil que los intercambios de energía dejen de seguir restando en los próximos años alrededor de 3 puntos porcentuales del PIB al saldo comercial de la economía española. Ahora bien, más preocupante que ese hecho es que en buena parte nuestro desequilibrio exterior es debido a la escasa competitividad de nuestra economía, agravada por la aparición de nuevos rivales en los mercados mundiales, que merman nuestras ventas en el exterior y potencian la penetración de productos importados en España.

En el ámbito interno el endeudamiento y la carga financiera de las familias han seguido creciendo y su ahorro estrechándose, con lo cual sus posibilidades de reacción ante acontecimientos desfavorables pero cada vez más probables, tales como la reducción en el nivel de empleo, el incremento en la tasa de inflación y los tipos de interés o, sencillamente, el precio de la vivienda, son cada vez menores. Los riesgos a medio plazo inherentes a dicha situación financiera, especialmente la reducción del gasto de consumo familiar o en la inversión residencial, pueden poner a prueba, entre otros, la fortaleza del sistema financiero y la actual bonanza del empleo.

Pues bien, ¿cuáles son las respuestas a disposición de nuestras autoridades económicas? Veamos; con motivo de su despedida como presidente de la Reserva Federal después de 18 años, algún prestigioso profesor subrayó como uno de los instrumentos esenciales de Alan Greenspan su capacidad para analizar los riesgos que acechaban a la economía americana, intentar cuantificarlos y ponderar los costes derivados a esas decisiones. Si el BE gozase de autonomía y tuviese al frente a un Greenspan es de suponer que considerase que la inflación supone un riesgo creciente ante el cual poco puede hacer el Gobierno a corto plazo; igual que sucede con los factores de demanda. Los mercados de renta fija y variable están igualmente amenazados por riesgos específicos, más claros en el caso del segundo pero más profundos en el primero con el consiguiente efecto sobre los riesgos de crédito y alguna que otra preocupación en esta o aquella entidad de crédito. Pero nos hallamos inmersos en una política monetaria única de la cual, como dice el informe del BE, sólo cabe esperar una elevación moderada de los tipos de interés, insuficiente para corregir desequilibrios como los que soporta nuestra economía.

El grueso de la tarea, lógicamente, corresponde a nuestras autoridades y concretamente a la política fiscal. Su situación actual es buena pero están presentes las amenazas derivadas de la actuación de las Administraciones territoriales, poco amigas de respetar la disciplina presupuestaria. Además de vencer esas reticencias, el Gobierno central debería concentrarse en apoyar la productividad del trabajo, objetivo que requerirá la mejora del mercado de trabajo y la adopción de medidas enfocadas al crecimiento a largo plazo que domeñe las tensiones inflacionistas, facilite la innovación en las áreas claves de nuestra economía y empujase la mejora de la productividad. Esos son en teoría los propósitos del Plan de Dinamización de la Economía y del Impulso de la Productividad (PDEIP), aprobado en marzo de 2005. Como otros muchos planes ambiciosos del sector público -los recientes acuerdos respecto a las pensiones públicas es un bueno ejemplo- es muy de temer que, también en esta ocasión, del dicho al hecho haya demasiado trecho.

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