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Tribuna
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Hacia una ética fiscal

Indiferencia y perplejidad resumen, a juicio del autor, la percepción que el ciudadano tiene sobre la política fiscal. Un sistema educativo que transmita la obligación de contribuir como uno de los valores básicos es, en su opinión, imprescindible para inculcar en la sociedad una verdadera conciencia fiscal

Existe hoy una conciencia fiscal? Responder a esta cuestión requiere reflexionar sobre cuál puede ser la percepción que el ciudadano tiene sobre la política fiscal de nuestro país. Con el riesgo de equivocarme, yo la resumiría en dos palabras: indiferencia y perplejidad.

Como persona, me entristece la falta de un amplio debate social sobre la actual reforma tributaria, la percepción errónea de que el fraude fiscal no disminuye, la existencia de un sistema educativo que no alienta la capacidad de crítica y de reflexión, la falta de claridad en transmitir la necesidad de los diferentes niveles de nuestra Hacienda (estatal, autonómica, y local), la sensación de un modelo fiscal agotado, el convencimiento de una política tributaria que siempre acaba compensando las rebajas fiscales con aumentos más o menos perceptibles, el avance de la cultura de los servicios públicos gratuitos, que lo determinante en un proceso electoral es, normalmente, quién reduce más los impuestos y no cómo gestionar mejor los servicios, la falta de verdadera transparencia y claridad sobre el gasto público y, en fin, el lógico y triste distanciamiento cada vez mayor entre los ciudadanos y la clase política.

Desde esta perspectiva, inculcar una conciencia fiscal requiere recordar que la política tributaria tiene dos caras de igual importancia: los ingresos y los gastos. Un sistema tributario no es justo si el gasto no es eficiente, eficaz y socialmente necesario. Pero si de verdad hay vocación de crearla es imprescindible un sistema educativo en el que se transmita la obligación de contribuir como uno de los valores básicos de nuestra sociedad para conseguir una más justa, equitativa y solidaria redistribución de la riqueza.

Administración y administrado no son partes antagónicas en perma-nente conflicto, sino las dos caras de una misma moneda

Y para ello, hay que comunicar con convencimiento que un impuesto es justo si contribuye a financiar los gastos y/o servicios públicos necesarios en el marco de una determinada política social y/o económica en la que, como ciudadanos, estamos llamados (y obligados) a participar activamente.

Pero no nos engañemos. La ejemplaridad es imprescindible para convencer. Hay que enseñar qué significa ser transparente, esto es, a qué se destinan los impuestos, por qué y cómo se gestiona el gasto. Esa educación tributaria no es monopolio de nadie. La formación le corresponde a quienes imparten la docencia en los centros educativos. Esto no significa que la Administración tributaria no pueda colaborar pero, en todo caso, en igualdad de condiciones que la otra parte de la relación.

Pero no lo olvidemos; no se trata de formar a expertos, sino de transmitir la importancia del valor-deber consecuencia de un previo convencimiento de la necesidad de una sociedad más justa, afirmación que, como inevitable punto de partida, hay que poder explicar con ejemplos reales que la ilustren.

Crear esa necesaria conciencia fiscal exige también centrarnos en el día a día de la aplicación de los tributos. No creo necesario recordar que la obligación de pagar impuestos nace de la ley. Sin embargo, ello no es óbice para afirmar que la relación Administración-administrado ha de ser, básicamente, una relación de confianza, en la que lo principal es convencer al ciudadano de la necesidad de los servicios públicos que se han de financiar con sus impuestos. æpermil;stos, como la muerte, no se pueden evitar. Ya lo dijo Einstein. Pero ello no exime a la Administración de ganarse su confianza convenciéndole de la necesidad, no tanto de los impuestos, sino de los servicios que con ellos se financian.

Y en este sentido, hay que recordar que los funcionarios son, ante todo, funcionarios públicos, esto es, al servicio de la Administración y del administrado, implicados, por tanto, en ese importante reto, igual que lo han de estar, o más, los políticos. Lo normal, pues, ha de ser que el ciudadano acceda, conozca y comprenda fácilmente el porqué y cómo se gasta y gestionan los servicios públicos, esto es, que los perciba, conozca sus costes y comprenda su repercusión social. Pero no todo acaba ahí. La comunicación ha de ser también cordial y sencilla.

Administración y administrado no son partes antagónicas en permanente conflicto, como así lo parece, sino las dos caras de una misma moneda: la sociedad en la que vivimos, la que todos queremos. Por tanto, hay que facilitar al ciudadano el cumplimiento de sus obligaciones, transformando la Administración en un ente a disposición del mismo, en el que éste se sienta seguro y respetado. En el que prime la información, servicio y ayuda, a la sanción; en el que lo que es difícil, se le haga fácil. No hay que olvidar que si el niño hace lo que ve de sus padres, el administrado, por más leyes que se aprueben, tiene como espejo a la Administración personificada en los políticos y funcionarios.

Es pues imprescindible predicar con el ejemplo. Solo así conseguiremos, si es que de verdad aspiramos a ello, crear una verdadera conciencia fiscal o, por qué no, una ética fiscal.

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