Consenso y rigor en el Banco de España
Dentro de un mes, el 12 de julio, Jaime Caruana dejará de ser gobernador del Banco de España. Pondrá fin al mandato único de seis años autorizado para la dirección de esta institución, uno de los preceptos más criticados en su día de la Ley de Autonomía del Banco de España. Precisamente esta ley y la integración de España en el sistema monetario europeo en 1999 han restado responsabilidad al hasta entonces banco emisor. Pero mantiene la supervisión bancaria nacional, la orientación y crítica intelectual de la política económica y su cuota de participación en la política monetaria europea, cuestiones nada despreciables para el desarrollo de la economía nacional y por las que se ha de valorar su desempeño.
Dirigir el Banco de España es, por tanto, una labor de capital responsabilidad e importancia estratégica. Y la designación de su principal gestor debe ir aparejada de un inexcusable rigor profesional y consenso político. Estas premisas se han cumplido exquisitamente en el pasado lejano, se han cuestionado en el pasado reciente y corren el riesgo de ser obviadas ahora.
España ha logrado los estándares de bienestar y de crecimiento gracias, en parte, a la vigilancia de la política económica del Banco de España, así como a su atinada política monetaria mientras la ejerció. El mercado financiero español es uno de los más sofisticados, sólidos y rentables del mundo gracias, en parte, a la labor supervisora y exigente del Banco de España. El país se ha integrado con éxito en el euro y las empresas han iniciado su internacionalización gracias, en parte, al papel del Banco de España. Por ello, consenso y rigor son activos rentables de obligado blindaje.
Alcanzar y rescatar el nivel de excelencia que atesora el ex gobernador Luis Ángel Rojo no es fácil. æpermil;l representaba como pocos banqueros centrales en Europa un puesto hasta ahora reservado a eminentes y respetados economistas, que a su vez se rodeaban de lo más granado de la cátedra, haciendo abstracción de la filiación ideológica y política. Sólo cuando Rojo dejó el cargo por imperativo normativo se produjo una avalancha de críticas a la exigencia del mandato único de la ley de autonomía del Banco de España.
Ahora, con el revelo de Caruana no se ha producido tal demanda de continuidad. Entre otras cosas porque Caruana, que ha cumplido con razonable solvencia su labor, resiste pocas comparaciones con Rojo. Pero además el Gobierno de Aznar y Rato en 2000 quebró en parte la norma no escrita de buscar un perfil académico y prestigioso para el Banco de España, aunque en varios países europeos el criterio se ha politizado.
El Gobierno ha decidido ya quién relevará a Caruana. Pero debe ser fiel a la tradición para que el Partido Popular designe al subgobernador. Miguel Ángel Fernández Ordóñez, que reúne condiciones profesionales para liderar el banco a juicio incluso de la oposición, debería compartir la dirección con un segundo consensuado, y ambos guiarse por un criterio profesional y técnico en todos los cometidos de la institución, huyendo de interpretaciones partidistas.
Negociar el futuro del Banco de España es uno de esos asuntos que deben quedar al margen de la crispación. Es una cuestión de Estado con auténticas mayúsculas. De esas que requieren consenso sí o sí.