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Columna
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Prevenir el fraude fiscal

El 24 de enero del año en curso, el Boletín de las Cortes publicaba el texto del proyecto de ley de medidas para la prevención del fraude fiscal, que iniciaba así su tramitación parlamentaria. Se trata de un paquete legislativo heterogéneo, una miscelánea de normas legales de diversa naturaleza, no sólo fiscal, que enfrenta un problema recurrente en nuestro país y, que ha preocupado a todos sus sucesivos Gobiernos, cualquiera que fuera su coloración política: la erradicación del fraude fiscal.

El fraude fiscal no sólo es una manifestación de una grave insolidaridad social -como es obvio y todos compartimos-, sino también, y a menudo lo olvidamos, el principal factor de injusticia fiscal. Si falla la equitativa distribución de la carga tributaria, se genera una presión fiscal directa e indirecta que acaban soportando los contribuyentes que cumplen con sus obligaciones tributarias, y se distorsiona el funcionamiento la actividad económica con el florecimiento de una competencia desleal en materia fiscal, una suerte de dumping fiscal que en nada favorece la eficiencia de los mercados.

Todos compartimos la necesidad de detectar, y eliminar las bolsas de fraude, siquiera sea por un elemental principio de justicia fiscal, que impone que cada uno pague sus impuestos, y no los del vecino defraudador. Ahora bien, la nueva ley no aborda el fraude fiscal desde una perspectiva sancionadora o represiva -ni parece que deba hacerlo, porque ya existen suficientes instrumentos legales en nuestro ordenamiento jurídico-, sino desde una perspectiva preventiva, y es aquí donde concita algunos problemas.

Para los que no renunciamos a construir nuestro sistema fiscal sobre la base de materiales jurídicos, y sobre un irrenunciable basamento de legalidad, la prevención de actos antijurídicos requiere la adopción de cautelas. El Estado de Derecho demanda garantías jurídicas para los contribuyentes, y seguridad jurídica para los operadores económicos. Y es aquí donde falla el proyecto, pongo un ejemplo.

El delito fiscal es la respuesta penal a los casos más graves de fraude fiscal. Con el propósito declarado de no perjudicar la investigación de la delincuencia fiscal, se suprime el trámite de audiencia previa al interesado antes de la remisión del expediente al juez de instrucción, trámite que, con una finalidad eminentemente garantista, se había introducido con la nueva Ley General Tributaria.

Es cierto que, como dice la exposición de motivos de la ley, ningún delito público condiciona su persecución penal a la previa audiencia del interesado, pero tampoco ningún delito público tiene la complejidad jurídica del delito fiscal.

El delito fiscal es un ejemplo de la llamada ley penal en blanco, trufado de elementos normativos que necesitan integrarse desde las normas fiscales, y en el que el ciudadano no sabe exactamente qué es lo que se prohíbe, y la verdad es que los operadores jurídicos cualificados tampoco. ¿Dónde está la frontera entre defraudar y el fraude de ley, entre el fraude de ley y la legítima economía de opción?

A veces son necesarios sesudos dictámenes jurídicos para vislumbrar la licitud de operaciones económicas y, no pocas sentencias de órganos jurisdiccionales. Hasta hace relativamente poco, el Tribunal Supremo consideraba que el fraude de ley podía dar lugar a un delito fiscal, el Tribunal Constitucional le enmendó la plana y, con pulcritud jurídica, distinguió entre fraude fiscal y fraude de ley. A tan volubles criterios, añádase la extraordinaria promiscuidad conceptual existente entre fraude de ley -prohibido, pero no constitutivo de delito-, y la economía de opción -lícita y amparada por el ordenamiento-. Al final, uno acaba necesitando un asesor jurídico, con conocimientos de Derecho Penal, para no cometer un delito, y ¿qué delito público necesita asesoramiento jurídico para no cometerse?

El delito fiscal necesita una depuración técnica, con una clara delimitación de la conducta típica que incrimina, para que los ciudadanos puedan conocer con precisión qué prohíbe, qué es defraudar y qué se castiga. Incluso, y a nivel doctrinal, sería pedagógica una cierta reformulación del bien jurídico protegido. Con estos mimbres, el delito será el reverso de la libertad, y el Código Penal de la Constitución, y la coacción penal cumplirá su función preventiva.

No ayuda ello podar, en una ley que se dice preventiva, las garantías jurídicas injertadas en la Ley General Tributaria. El trámite de audiencia previa no deja de ser una garantía jurídica para el interesado que, por primera vez, conoce en el seno de un procedimiento inspector que se va a incoar un procedimiento penal en su contra. Es una oportunidad de pronunciarse sobre la calificación jurídica de unos hechos que no han sido valorados por un órgano jurisdiccional evitando, en no pocas ocasiones, un largo calvario en instrucción penal que puede concluir con un sobreseimiento, evidenciando que existía una simple discrepancia de calificación jurídica.

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