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Columna
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Probar por probar

Casi simultáneamente el Congreso de los Diputados ha recibido el proyecto de ley de reforma del IRPF y los llamados agentes sociales han firmado con el satisfecho patrocinio del Gobierno un acuerdo para reducir la temporalidad laboral. Se trata de dos medidas a las cuales aquel confiere una singular trascendencia y que, por tanto, conviene comentar, siquiera sea en sus propósitos iniciales y líneas maestras. Hoy me ocuparé de la reforma del IRPF y próximamente del acuerdo sobre temporalidad laboral.

Pero, como se suele decir, la primera en la frente. Me refiero a que cinco grupos parlamentarios han anunciado ya la presentación de enmiendas a la totalidad del proyecto del IRPF presentado por el Gobierno. Es indudable que tales enmiendas están básicamente guiadas por la defensa de los intereses de las respectivas clientelas de dichos grupos políticos y habida cuenta que algunas son contradictorias entre sí, entra en el terreno de lo posible que del inevitable pacto entre ellos y el Gobierno salga un texto peor que el proyecto inicial, con ser este bastante criticable. Y para aclarar mi posición paso a resumir de forma muy escueta mis reticencias a aquel al proyecto gestado en la Calle de Alcalá.

Como soy macroeconomista por deformación profesional comenzaré con el fomento al crecimiento económico buscado por la nueva reforma a través tanto por medio del cambio en la tarifa progresiva del impuesto - cuya reducción de tramos, cuatro en lugar de cinco, es preocupante porque a cambio de reducir el superior del 45% al 43% incrementa el inferior del 15% al 24% , con lo cual es de temer una equiparación futura del gravamen del 18% al ahorro a ese 24% -como por la reducción en la tributación de los rendimientos del ahorro-. Sin embargo, es más que probable que la reducción en la recaudación del tributo sea mínima y, además, no pocos contribuyentes de rentas medias y bajas pueden encontrarse con que pagan más que con el actual impuesto.

El segundo objetivo que el proyecto difícilmente va a conseguir es asegurar una mayor neutralidad impositiva entre los rendimientos del ahorro y, por otro lado, los del trabajo personal, actividades económicas y alquileres -por no mencionar el empeoramiento que, salvo casos excepcionales, experimentara la carga fiscal aneja a los dividendos-.

La primera impresión es que, además, la neutralidad se logra a cambio de una mayor carga y de un desequilibrio respecto al tratamiento de los rendimientos del trabajo. Tampoco se comprende demasiado bien la actitud desconfiada que caracteriza al proyecto de ley de reforma de la imposición personal cuando se enfrenta al ahorro a largo plazo materializado en planes de pensiones y otros sistemas de previsión social, que desincentiva -algo inconcebible en un país cuyos ciudadanos aumentan años tras año su esperanza de vida-; a todo lo cual se unen las escasas novedades en el tratamiento fiscal de la vivienda -si se exceptúa la supresión de los porcentajes especiales de deducción caso de contar con financiación ajena para su adquisición o rehabilitación-.

Por último y como acertadamente señala el profesor Lagares en un comentario a la nueva reforma publicado en el número 190 de Cuadernos de Información Económica, la división de renta -la de rendimientos del ahorro y las restantes- en dos fragmentos con bases de imposición diferentes supone un retroceso en la concepción del impuesto.

A modo de conclusión: cuesta mucho afirmar que el proyecto de ley del Gobierno suponga una mejora respecto a las reformas adoptadas en los años 1998 y 2000. Es más, uno tiene la impresión que al igual que sucede en el campo de la educación, en el cual cada Gobierno nada más acceder al poder se siente obligado a experimentar un nuevo modelo supuestamente lleno de virtudes y ventajoso para todos, con los resultados bien conocidos, en la fiscalidad de las rentas de las personas ocurre algo parecido sin que uno pueda, aún por mucho que se esfuerce con toda su buena voluntad, comprobar que todos ganan sin perder ninguno.

Y es que, como acaba de evidenciarse con el recientemente aprobado Estatuto de Cataluña, hay promesas electorales de las cuales lo mejor que un político sensato puede hacer es olvidarse que alguna vez las ha realizado pues la mayoría de sus agradecidos conciudadanos jamás le acusarán de desmemoriado.

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