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CincoSentidos

El laberinto de Fez

La medina más espectacular de Marruecos, cuya parte antigua está partida en dos por los jardines Bujelud, pierde al viajero en una algarabía de callejones, talleres gremiales, mezquitas y caravasares

Recelo, casi temor, y fascinación. Los viajeros que se adentran en los zocos y medinas de las ciudades árabes, especialmente los primerizos, suelen avanzar por las estrechas calles con el corazón encogido y la boca abierta. La penumbra, la superposición de imágenes extrañas al vademécum de cosas familiares, la angostura claustrofóbica de los espacios, la permanente sensación de estar perdido, el roce físico con la gente convierten esta experiencia en una especie de viaje fantástico al interior de un enorme hormiguero que bien podría haber proyectado Julio Verne. En pocos lugares esta vivencia es más intensa que en Fez, donde es posible caminar desorientado horas y horas entre joyas arquitectónicas y zocos.

La medina de la capital religiosa de Marruecos, encerrada en un perímetro amurallado de 15 kilómetros, donde se guarnecen tanto Fez el-Balí, la vieja población fundada en el siglo VIII, como Fez el-Jédid, la ampliación del siglo XIII, mantiene su tortuosa estructura medieval prácticamente intacta. Visto desde lo alto del Borj Nord, un buen lugar para abarcar toda la medina, una tupida celosía de terrazas y tejados cierra este mundo subterráneo del que tan sólo escapan los estilizados minaretes y las torres de los palacios cuya cubierta de esmalte verde reverberando al sol da al conjunto una consistencia de mar.

La Place du Pacha el Bagdadi, bisagra entre las dos antiguas ciudades, es el punto neurálgico para iniciar la aventura. La monumental puerta de Bab ech-Chorfa camela al viajero para que cometa su primer error de orientación. Si se deja tentar, entrará en un espacio cerrado, la Kasba en-Nouar, protegido con sus propias murallas y torres de guardia angulares que dificultan, hasta la exasperación, el objetivo de penetrar en las calles de Fez el-Balí, posible sólo a través de un callejón oculto, irredento.

La entrada típica a Fed el-Jédid es Bab Smarine, al final de la gran Plaza de los Alauitas

Si se va advertido, este recinto almohade, llamado también de las flores, es un buen aperitivo al paseo. El corazón neurálgico de la vieja ciudad fundada por Mulay Idris, descendiente del Profeta, es la gran mezquita de Qarawiyn, a la que se llega a través de la calle Tala el-Kbira, que arranca en la puerta Bujelud, esmaltada en su exterior con el azul de Fez y con el verde islámico en su interior.

Sobre el plano, parece fácil moverse. El problema estriba en que a izquierda y derecha de esta arteria crecen edificios de belleza irresistible como mezquitas, mausoleos, madrazas, palacios, caravasares y fonduks -lugares donde se alojaban comerciantes, viajeros y estudiantes acaudalados, a menudo nidos de intrigas, que hacen trastabillar el paso-.

La espectacular decoración de la madraza de Bu Inania, frente a la que se levanta una clepsidra, resulta fascinante.

Una colosal puerta de madera de cedro, con laminados en bronce esculpido y coronada por una cúpula de estalactitas de madera pintada da paso a un recinto interior tan ornamentado que la mirada tiene dificultades para enfocar la desmesura barroca. Las arcadas que delimitan geométricamente el patio están veladas por puertas y celosías caladas de madera de cedro, cuyas pilastras crecen en el aire envueltas en su arranque por azulejos policromados, rematados por una cenefa con versículos del Corán.

La calle de Tala el-Kbira culebrea en dirección a la gran mezquita entre una caótica trama de callejones, algunos de los cuales prácticamente se esfuman los viernes al quedar tapiados por una puerta de madera corredera. Aquí están, junto a modernos puestos de recuerdos, las tiendas o souk de ebanistas, talabarteros, artesanos del metal, carpinteros, caldereros, forjadores, curtidores o vendedores de alheña y perfumes, organizados por gremios; un espacio mágico, donde los colores y los olores gravitan en el aire.

El souk el-Gezel, el antiguo mercado de esclavos convertido en el zoco de la lana, el palacio Jamaï, el santuario de Mulay Idris, la mezquita Abu el-Hasan, la medersa el-Attarin o el fonduk de Saga, jalones del camino hasta la mezquita de Qarawiyn, acarician sin pudor los sentidos del viajero, por mucho que la mayoría de ellos escamotee su interior a la vista de los infieles.

No muy lejos del gran templo, con cabida para 20.000 personas y cuyos tesoros son comparables, según dicen, a los de la Alambra de Granada, merece la pena dar un paseo por el barrio de los Andaluces.

Aunque ambas partes de la ciudad antigua están comunicadas, separadas tan sólo por los bellos jardines de Bujelud, la entrada típica a Fez el-Jédid es Bab Smarine, al final de la gran Place des Alaouites, una vasta explanada a la que se asoma el Palacio Real, cuyas espléndidas puertas doradas, decoradas con una exquisita azulejería, permanecen siempre cerradas a los visitantes.

La Grand Rue des Mérinides, que atraviesa la mellah, el barrio judío surgido en el siglo XIII, y la Grand Rue de Fez el-Jédid son las dos arterias que recorren esta medina. Ambas calles muestran una gran animación y llevan al paseante a través de tiendas de orfebrería y a una sucesión ininterrumpida de animadísimos zocos. El extremo opuesto de la Place des Alaouites conecta con la ciudad moderna, fundada por los franceses en 1920 siguiendo criterios urbanísticos occidentales.

La caja de acuarelas

Una experiencia inolvidable, no apta para todas las sensibilidades y nada recomendable si se acaba de comer, es visitar el barrio de los curtidores. Arrinconado contra uno de los recovecos de la muralla, parece vivir en su propia época, aislada incluso de ese tiempo en suspenso que flota sobre toda la medina. Para contemplar el proceso en su conjunto hay que encaramarse a la terraza de alguna de las tenerías. Desde allí se pueden ver, excavadas en el suelo, pequeñas piscinas ribeteadas de sal donde se depositan las pieles, todavía con pelos, para prepararlas. Posteriormente, tras ser expuestas al sol, reciben tres baños sucesivos de cal, se les da la consistencia untándolas con orina y excremento de animal y, finalmente, se sumergen en unas tinas dispuestas como los colores de una caja de acuarelas donde se tiñen con colores naturales o artificiales.Las pieles puestas a secar en las paredes y azoteas de las casas transmiten la sensación de estar viendo a un animal enfermo, despellejado. La fascinación que ejercen colores, como el amarillo azafrán, el rojo amapola, el azul añil, el verde menta o el negro antimonio, resulta un antídoto insuficiente para vencer el repugnante olor del ambiente. Tampoco ayuda ver a los hombres manipulando las pieles mojadas metidos hasta la cintura en las tinas.

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