El desafío de la inmigración en EE UU
Las advertencias de los guías de turismo que diariamente trasiegan a los visitantes estadounidenses y asimilados al otro lado de la frontera desde sus hoteles en San Diego, la opulenta ciudad californiana, llegan a cansar por lo repetitivo de sus mensajes, el paternalismo que confieren a sus advertencias sobre los riesgos de fraude en las compras de joyas y recuerdos, y sobre los insalvables contrastes que separan a ambas sociedades.
Lo primero que choca es la facilidad con que se cruza la frontera hacia el Estado mexicano de Baja California y los avisos sobre los comparativamente drásticos trámites aduaneros y de inmigración que le esperan al viajero al retornar al norte. Conclusión: las ventajas del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, más como NAFTA) solamente benefician a los estadounidenses y canadienses, y a un número aparentemente alto de países europeos, pero tiene un alto peaje discriminatorio para los mexicanos que no tengan su documentación de residencia en regla en EE UU.
Los controles fronterizos impuestos por Washington y los planes de restricción de la inmigración anunciados, que han levantado las protestas de numerosos sectores hispanos en EE UU, reflejan la importancia que para la seguridad nacional tiene el espinoso tema inmigratorio. Amenaza, significativamente, en convertirse en la prioridad de la lista de preocupaciones para el Gobierno (federal y estatal) y para la sociedad en general. A medida que avance el nuevo siglo, presenta su candidatura para liderar la lista de las obsesiones nacionales al plantearse su supervivencia en una época preñada de negros nubarrones. Puede incluso superar a la importancia concedida hoy a la lucha antiterrorista y a la estrategia de la aventura en Irak.
Ambos desafíos comparten dos características: tienen el potencial de incidir decisivamente en los procesos electorales y tienen un origen externo, no provocado por decisiones interiores ni atribuibles a la esencia de la sociedad norteamericana. La lucha contra Bin Laden y sus aliados, reales o imaginados, y la naturaleza incontrolable de la inmigración tienen un origen cuyas causas aparentemente no son atribuibles a la implicación exterior de EE UU, más allá de ser identificado como imperio y constituirse en imán para los que anhelan mejores horizontes laborales.
Pero, curiosamente, la intromisión de Washington en Irak y el dilema ante la irresistible inmigración incontrolada son en realidad unos casos excepcionales en la esencia fundacional del país que es originariamente de tendencia aislacionista.
Contrariamente a lo que aparentemente parece mostrar la historia de dos largos siglos, EE UU debió responder a la máxima jeffersoniana que abogaba por una abierta relación comercial con todo el mundo, pero sentía hondas reticencias por implicarse en aventuras exteriores. Por otro lado, la esencia inmigratoria del país fue simultáneamente generosa y discriminatoria. Primaba la llegada de europeos, castigando con cuotas el ingreso de orientales, y siempre esperando la asimilación en lengua y costumbres de todas las 'masas hambrientas y acurrucadas que anhelaban ser libres', según reza el poema de Emma Lazarus plasmado a los pies de la Estatua de la Libertad.
Pero la espectacularidad de la inmigración hispana de las últimas décadas ha incidido en la sique política y social de EE UU no sólo por su volumen, sino por su origen identificado en América Latina, sobretodo en México, y la aparente tenacidad con que los nuevos residentes, legales e indocumentados, persisten en compatibilizar su inserción en la cultura norteamericana y conservar sus rasgos culturales y lingüísticos. Ayudados por la globalización y las fluidas comunicaciones los hispanos en EE UU violan de esta manera el contrato social de los precedentes migratorios, para escándalo y terror de los que consideran que amenazan con subvertir la fibra romántica e identitaria que atribuye a una raíz angloprotestante la marca de fábrica del producto genuinamente made in USA.
No se sabe bien si la lucha antiterrorista será eterna, pero al menos así se encarga el presidente George Bush de recordárselo a los estadounidenses. Pero el reto inmigratorio presenta signos de supervivencia durante decenios: tiene una fuerza demográfica imparable y está propulsado por el propio sueño americano que los que ahora se resisten se encargaron de alimentar.
De ahí que las autoridades se propongan aplicar una combinación de procedimientos que comiencen por la legalización de buena parte de los indocumentados (aunque parezca discriminatoria con los que ingresan legalmente). Seguiría un programa racional de visados de trabajo temporales, y una seria política de ayuda exterior (con fondos estructurales al modo de la UE) para contribuir a disminuir la brecha actual. De momento, no hay el consenso para ejecutar tal plan.