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Tribuna
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El Código Conthe: ¿'soft law'?

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

Nadie puede discutir que las grandes corporaciones empresariales, cuyo accionariado está abierto a cualquier ahorrador, dejan, por tener una propiedad tan atomizada y una contabilidad tan compleja, muchísimo espacio (demasiado) para los gestores deshonestos o simplemente ineficaces, incluso en aquellos países que, como los anglosajones, tienen fama de poseer una atmósfera más transparente. El caso Parmalat no es quizá un cuerpo extraño en la bellísima Italia de Berlusconi y del gran Antonio Fazio, pero lo cierto es que, por muy devotos del protestantismo que digan que son, tienen poca legitimidad para hablar aquellos que, como los americanos, durante muchos años estuvieron tolerando (si no más) las situaciones que luego estallaron en Enron o en Worldcom. En todos lados, y no sólo a orillas del Mediterráneo, cuecen habas.

También hay un consenso muy general en que, para poner remedio al mal, o al menos intentar reducirlo, las normas jurídicas, aun resultando sin duda indispensables, son insuficientes y a veces incluso, por buena que sea la intención de sus autores, acaban por presentar contraindicaciones.

Es en efecto indudable que muchas de las rigurosas prescripciones de la Ley Sarbanes-Oxley de 2002 o, en España, de la Ley de Transparencia de 2003, eran necesarias desde la perspectiva de lo que los penalistas llaman la prevención general: se trataba de enviar a la ciudad y al mundo el mensaje de que, en lo sucesivo, las golfadas contra los accionistas iban a ser mucho más difíciles y en todo caso sus autores se verían obligados a pagar un precio, económico y no sólo económico, mucho mayor.

Desde el mismo texto se enmienda, atenúa o incluso reniega de la proclamación inicial de voluntariedad

Pero también resulta cierto que en esta materia hay que andar con cuidado, porque al legislador, como sucede con todo aquel que está airado y se ve compelido a reaccionar de inmediato, se le puede ir la mano: luego, en el día a día, la observancia estricta de determinadas prescripciones puede cobrarse un altísimo peaje en términos de ineficacia de gestión, lo que quizá sea una de las causas que explica que en los últimos años hayan sido muchos los que, hechas las sumas y las restas, han concluido que fuera de la Bolsa se está mejor, con el efecto (no previsto inicialmente) de haberse encogido el radio de aplicación de las correspondientes normas protectoras.

No resulta extraño, en consecuencia, que en todos los países, incluso donde el soft law tiene menos tradición, las normas positivas, aun existiendo (y teniendo que existir), no hayan agotado el campo, dejando un vasto espacio para lo que se llaman (y en teoría son) recomendaciones. Los manuales de Derecho Romano recuerdan que el jurista Modestino elaboró la noción de normas incompletas, entendiendo por tales, sin que el concepto conllevara ningún juicio de valor negativo, aquellas que, luego de formular un mandato, no preveían, para el caso de incumplimiento, sanción en sentido jurídico estricto. Ese es, en teoría, el punto de partida.

Pero el principio comply or explain (cumplir o explicar), tantas veces aludido en este contexto, va más allá de eso. Porque quien se separa de la recomendación está de entrada obligado a mucho: a explicar sus motivos, lo que equivale casi a tenerse que disculpar o, dicho sea de nuevo con términos penales, a buscar una excusa absolutoria (o, si se prefiere, una coartada). Un trabajo delicado y de altísimo riesgo.

No es éste el lugar de entrar en detalle en todos y cada uno de los contenidos del proyecto de Código Conthe, muchos de cuyos presupuestos de base (por ejemplo, que los consejeros ejecutivos son siempre perversos, mientras que los independientes constituyen el crisol de todas las virtudes) se antojan infundados o en exceso rígidos y pueden conllevar además el efecto no deseado de la parlamentarización de los consejos, al tener que albergar su seno una oposición poco menos que formalizada y liderada además por un vicepresidente para el cual manifestarse hostil es algo, si quiere quedar bien, casi obligado.

Pero sí quiero poner de relieve algunos datos puramente formales. Y es que el carácter sólo voluntario de sus recomendaciones no responde a la realidad de las cosas: aparte del equívoco general e inicial del comply or explain, son muchos los elementos que, en la práctica o a veces ya desde el mismo texto, específicamente enmiendan, atenúan o incluso abiertamente reniegan de esa proclamación inicial del proyecto unificado sobre su supuesto carácter suave e indoloro.

En efecto, en esa línea está el hecho, nada irrelevante, de que en esta ocasión, a diferencia de que sucedió con el catedrático Manuel Olivencia o el empresario Enrique Aldama, que tenían sólo auctoritas (aunque mucha), ahora ocurre que quien auspicia las cosas es el titular de una autoridad pública. En concreto, una fortísima potestas cuyos destinatarios son, además, y precisamente, aquéllos a quienes se dirige lo que en teoría es sólo un consejo.

Además, es muy de temer que las opiniones contrarias al proyecto, sean cuales fueren sus móviles y sus fundamentos, se vean desautorizadas a priori con el sencillo argumento de acusar a sus defensores de estar enojados por no poder seguir perpetrando el saqueo a que estaban acostumbrados o que pretendían. Una caricatura que, pese a su tosquedad, acaba muchas veces teniendo, desde el punto de vista de la coacción por así decir social, o intelectual, unos efectos más contundentes que la amenaza de una severísima condena penal.

A esos dos factores tan problemáticos (el que me aconseja está arriba y es el mismo gendarme y además discutir sus opiniones es ponerse en entredicho de lo políticamente correcto) se suma, en la misma línea de relativizar el alcance meramente voluntario del contenido del proyecto de Código, el hecho, suficientemente debatido en las últimas semanas, de que, en relación con la figura central, el arcangélico consejero independiente, no sólo se incluya una definición de manera agotadora, sino que además sea un poder político, la misma CNMV, la que, en relación con cada persona, tenga o al menos pueda tener la última palabra para decir sí o no (o al menos no como independiente).

Ahí se embosca toda una potestad administrativa, con las consecuencias (nada propias de un derecho suave) que naturalmente se derivan de ese concepto. Y una potestad, además, cuyo objeto directo es, al modo de un tribunal de oposiciones, el enjuiciamiento de la historia y los conocimientos de las personas, que es por definición no ya discrecional, sino incluso lo más subjetivo que uno pueda imaginar. Cualquier decisión positiva o negativa que en lo sucesivo se adopte tiene todos los boletos para, por mucha que sea la rectitud de la CNMV, ser vista sólo en clave de simpatías o antipatías individuales, o tal vez, y aún peor (pensemos en las típicas incorporaciones a consejos de ex ministros), en términos de afecciones o desafecciones de partido.

En definitiva, asoma la amenaza de la discrecionalidad administrativa y, pese a la mejor de las voluntades de los gestores, del subjetivismo, y a ello se añade que se pervierte el sentido propio de las palabras (derecho suave, recomendación, voluntariedad) en la lengua castellana. Lo que nunca es bueno.

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