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Columna
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La progresividad en frío

La Reserva Federal (Fed) acordó la semana pasada la enésima subida del tipo de interés que queda situado en el 4% frente al 2% de la eurozona. La eterna disyuntiva de la política monetaria, estabilidad de precios o impulso al crecimiento económico, parece bascular ahora hacia la contención de la inflación. Jean-Claude Trichet, presidentel BCE, anuncia un efecto mimético en la zona euro, inmersa ya en un escenario de tímido crecimiento no exento de tensiones inflacionistas.

España ha registrado durante los últimos años un diferencial de inflación respecto de sus socios comunitarios, explicable en parte por el diferencial positivo de crecimiento, que le permitía arañar prosperidad relativa respecto de sus vecinos, aun a costa de drenar su capacidad competitiva. La realización de la integración monetaria supuso la transferencia de soberanía monetaria a instancias comunitarias, con el consiguiente desapoderamiento del principal instrumento de política monetaria, lo que obliga al recurso alternativo a las políticas de oferta, de reformas estructurales y de estabilidad macroeconómica.

Privada de la medicina monetaria, que, con tanta prudencia como constancia, administra la Reserva Federal, nuestra economía soporta las consecuencias negativas del diferencial de inflación respecto de nuestros socios e inmediatos competidores. Pero hay otro efecto negativo, a menudo olvidado: la factura fiscal de la inflación.

La inflación es un impuesto ciego, porque no atiende a la capacidad económica, e injusto donde los haya

La inflación es un impuesto ciego e injusto donde los haya. Ciego, porque no atiende a la capacidad económica, e injusto, porque no discrimina entre los diferentes niveles de renta. Engorda la presión fiscal nominal al someter a gravamen rentas que no corresponden a una efectiva capacidad contributiva, primero y principal postulado de justicia tributaria. En ocasiones, el legislador prevé su efecto fiscal, por ejemplo, cuando evita el gravamen de ciertas plusvalías nominales al permitir la actualización monetaria.

Pero no siempre es así, o al menos, no con todas sus consecuencias. Cuando el impuesto se somete a una escala de gravamen de carácter progresivo, como es el caso del IRPF, aparece la tan denostada progresividad en frío. Es decir, el aumento de la carga tributaria que soporta el contribuyente por el crecimiento nominal, que no real, de sus rentas. La ceguera y la injusticia de la inflación aparecen con toda su intensidad, aunque para los agentes macroeconómicos, de todos los colores del arco político, no deje de ser un tentador y goloso mecanismo de financiación adicional.

La solución técnica del problema pasa por la deflactación de la tarifa del impuesto, ajustarla a la tasa de inflación para obviar el mero gravamen nominal de la renta. La deflactación parcial, como la que prevé el actual Proyecto de Presupuestos para 2006 al deflactar la tarifa al 2 %, cuando la inflación rondará el 4 % a fin de año, sólo resuelve el problema parcialmente maquillando la progresividad en frío. Y, por lo demás, aunque fuera total, no dejaría de ser una solución coyuntural que exige una decisión discrecional de quien, en cada momento, tenga responsabilidades de gobierno.

Es cierto que se ha simplificado el número de tramos de la tarifa y que, hoy por hoy, sin olvidar el diferencial respecto a nuestros socios comunitarios, tampoco tenemos el nivel de inflación de los años ochenta. En una palabra, los tramos son más estables. Pero tampoco podemos olvidar que con los precios energéticos por las nubes, la inflación persistirá, y nuestros eurosocios, con tasas de crecimiento inferiores a la nuestra, no tienen la misma necesidad que nuestro país de utilizar la política monetaria como correctivo al alza de precios. No con la misma intensidad.

Quiero decir que en el futuro la deflactación, parcial y coyuntural, se queda corta, y quizás haya que recurrir a alguna solución legal más consistente, que proporcione más seguridad jurídica. Habría que buscar alguna fórmula de deflactación anual de la tarifa, dotada de mayor automatismo legal, similar a lo que ocurre con las pensiones para mantener su poder adquisitivo. Sólo que aquí no podría hacerse en el primer trimestre del siguiente ejercicio, si no se quiere dar efecto retroactivo al impuesto y suspender, con razón, el test de constitucionalidad.

Y naturalmente, la actualización legal debería extenderse también a los mínimos personal y familiar, si pretendemos preservar el actual modelo que grava sólo la renta discrecional. La fórmula tiene muchos inconvenientes -lo que hace una ley se puede modificar por ley-, pero tiene sus ventajas. Entretanto, los juristas imaginativos tendrán que sacarle punta a lo que la Ley General Tributaria califica como error de salto.

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