La lucha contra la pobreza
La reunión de la semana pasada de los ministros de Finanzas del G-8 y la que tendrán los máximos dirigentes de esos países el mes próximo han tratado de la lucha contra la pobreza. Es una buena noticia, porque profundizar en el debate sobre el subdesarrollo es algo realmente necesario. Debería ser, también, una buena noticia porque los países ricos podrían hacer bastantes cosas para paliar sufrimientos en esas zonas, aunque resulta más simple que utópico otorgar a los Gobiernos de los países poderosos (o a los organismos internacionales) la capacidad para sacar a los países subdesarrollados de su estancamiento.
El subdesarrollo no es la consecuencia de una deficiente organización económica internacional, ni siquiera del vergonzante proteccionismo de los países ricos. Pese a la evidente falta de capacidad financiera de las economías subdesarrolladas, no es la insuficiencia financiera la principal causa de su estancamiento, por lo que la solución no es proporcionar fondos a esas economías.
La principal causa del subdesarrollo es la ausencia en esos países de incentivos para la actividad económica, ausencia propiciada por unas instituciones depredadoras: la falta de seguridad jurídica, la burocracia pesada y corrupta, el clientelismo político como modelo de relación pública, etcétera. Y esta situación institucional no es la consecuencia de la ignorancia de los dirigentes. Los dirigentes la mantienen porque piensan, probablemente con razón, que si propiciaran su cambio acabarían perdiendo el poder. ¿Cómo pueden los dirigentes del G-8 convencer a los dirigentes de países africanos o latinoamericanos que impulsen el cambio institucional? Difícil. Pero esa sería una discusión relevante.
La complejidad es aún mayor porque tantas décadas de miseria institucional han impregnado a esas sociedades de valores contrarios al cambio que sería necesario vencer. Valores favorables al desvío de rentas en lugar de a la generación de las mismas (Argentina es un buen ejemplo). Ello hace que un impulso institucional con éxito deba tener (lo ha tenido en los pocos casos en los que se ha producido) importantes elementos idiosincrásicos. No se pueden establecer reglas universales. Los dos éxitos africanos (Botswana y Mauricio) han seguido estrategias económicas bien distintas, aunque en ambas las élites se sumaron al proceso, liderándolo (los ganaderos en Botswana) o participando activamente (los terratenientes azucareros en Mauricio).
Es evidente que los países subdesarrollados tienen niveles educativos muy bajos, pero en los últimos 25 años ha habido avances en la educación que no se han correspondido con crecimiento económico. Entre 1960 y la actualidad Argentina ha mantenido un nivel educativo superior a Mauricio, pero en 1960 la renta per cápita de Argentina era el doble que la de Mauricio y hoy la de Mauricio es un 30% mayor que la de Argentina. Puede decirse que la mejora en educación es condición necesaria pero no suficiente.
Esta claro que la recomendación de rigor macroeconómico, que emanaba de los organismos internacionales (el llamado Consenso de Washington) es insuficiente. Bolivia es un buen ejemplo. Una mala gestión macroeconómica (Bolivia, 1980-1985) hunde la economía y una política macroeconómica rigurosa (como la seguida en Bolivia desde 1985) por sí sola no sitúa a la economía en una senda de desarrollo. Las distorsiones macroeconómicas (hiperinflación, grandes déficit, etcétera) son una vía por la que los grupos dirigentes desvían rentas a su favor. Se puede cambiar la gestión macroeconómica y mantener otros mecanismos de desvío.
Los países ricos podrían estar pendientes de la evolución institucional de los países subdesarrollados y prestarles ayudas específicas (desde asesoramiento técnico y administrativo hasta financiación finalista) cuando se apreciaran cambios institucionales significativos (que no quiere decir simplemente cambios normativos), para acelerar así las mejoras económicas que se propiciarían y contribuir a consolidar el proceso de cambio. Pero, en cualquier caso, lo que sí pueden hacer ya es contribuir seriamente a resolver los enormes problemas sanitarios que tienen muchos de esos países.
La lucha contra el sida en África y el avance de vacunas contra enfermedades tropicales son acciones que necesitan, por un lado, de los fondos y asistencia técnica de los países ricos y por otro el establecimiento de mecanismos que generen los incentivos adecuados a las multinacionales farmacéuticas. Pero todas ellas son posibles. No hay excusas. No está claro, sin embargo, que haya la voluntad política de hacerlo. Otras acciones, como facilitar el acceso de la población al agua potable, también pueden necesitar de ayuda financiera, aunque en éstas, más que en las anteriores, necesitarían de un riguroso control para garantizar que los proyectos efectivamente se realizan.