Dicen que vienen los turcos
Cantábamos cuando entonces aquello de 'Dicen que vienen los turcos/ chimpún/ siéntate patrón/ saca pan y vino/ chorizo y jamón/ ya suben el paredón/ chimpún/ y los turcos que venían/ chimpún/ eran sacos de carbón/ chimpún'. También la venida de Turquía para integrarse como miembro de la Unión Europea parecía estar cantada y pintaba que las negociaciones podrían emprenderse con un calendario establecido a partir del Consejo Europeo que reúne estos días en Bruselas a los jefes de Estado y de Gobierno de la UE.
Pintaba, pues, bien la cosecha turca, pero los referendos de Francia y Países Bajos y el rechazo que en ambos ha tenido el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa produjo los efectos de una granizada. De modo y manera que la ampliación a Turquía y a los demás candidatos ya en el umbral va a quedar para mejor ocasión.
Así que, como en esa devoción de los tiempos infantiles de los siete domingos de San José dedicada a los dolores y los gozos del patriarca, la Administración del presidente norteamericano George W. Bush, tan contenta por las dificultades de la UE, debe procesar al mismo tiempo el daño colateral padecido por la candidatura de Ankara que venía patrocinando con todo ardor. Porque mientras esperamos los resultados del Consejo en torno al proceso de ratificación del tratado, para el que podrían alargarse los plazos inicialmente fijados en noviembre de 2006, y se aclara la bronca de las perspectivas financieras para el periodo 2007-2013, hay ya un dato incontrovertible: las ampliaciones desaparecen del horizonte. El paso de 15 a 25 miembros va a requerir un proceso de digestión lenta. Después de la ampliación todo indica que estamos entrando en un proceso de ajustes y de profundización.
Incorporar a Turquía hubiera supuesto un desplazamiento del centro de gravedad geográfico, cultural, religioso y demográfico de la UE. Pero los pronunciamientos de los votantes franceses y holandeses convierten ese proyecto en imposible para un plazo largo e indeterminado. Washington y Londres coincidían en promover la candidatura turca y otras como las de Croacia, Ucrania o Georgia. Invocaban a su favor razones de aseguramiento del anclaje estratégico de esos países pero al mismo tiempo actuaban convencidas de que esa Europa resultante adquiriría una magnitud tal que se paralizarían sus propósitos de convertirse en el relevante actor internacional que tantos países en Asia, en Oriente Próximo, en África y en América están reclamando en busca de un equilibrio saludable frente a la única hiperpotencia presente.
Cuando cunde la incertidumbre y el pesimismo en algunos ambientes conviene volver a la lectura del Herald Tribune o del Financial Times porque muchos de sus columnistas escriben desde una distancia esclarecedora. Ese ilustrativo ejercicio permite comprobar cómo se sigue mirando a la UE con el máximo interés y desde el convencimiento de que sus actuales dificultades encontrarán solución. Cómo sigue firme la confianza en el euro y cómo se esperan de Bruselas contribuciones decisivas para avanzar en el proceso de paz en Oriente Próximo, para culminar las negociaciones con Irán o para remediar los desastres del África emprobrecida.
En esas tesis abunda por ejemplo William Pfaff cuando asegura que el sentido común dicta que los Estados Unidos no van a conseguir la Europa sumisa que quieren. Por eso concluye que los votantes franceses y holandeses se han pronunciado contra un expansionismo que habría terminado por impedir a la UE la posibilidad de actuar independientemente, es decir, de ganar autonomía y contrapesar a los Estados Unidos. Como escribe el profesor de Princeton Andrew Moravcsik en el FT, puede que Europa trabaje bien desprovista de grandes ilusiones y que se haya abierto el tiempo calmado de las reformas pausadas que confirmen la mayor historia de éxito de los últimos 50 años.