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Columna
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Sanciones tributarias

La Administración pública, y singularmente, la Administración tributaria, en el ejercicio de las funciones públicas que tiene encomendadas, aparece revestida de un ropaje de prerrogativas, que no acompañan al contribuyente, y que se justifican por razones del interés público que aquellas persiguen. En el caso de la Administración tributaria, la función constitucional de realización del sistema tributario, en cuya virtud todos contribuimos al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con nuestra capacidad económica, y con sujeción a los principios de justicia, igualdad y progresividad.

Para ejercer tan importante función, la Hacienda pública se ve adornada de una importante prerrogativa, la autotutela, en su doble vertiente, declarativa y ejecutiva. La Administración, a diferencia del contribuyente, declara su propio derecho, y lo ejecuta en sus propios términos, sin necesidad de recurrir al auxilio de los tribunales. Esta prerrogativa funcional tiene una extraordinaria importancia, sobre todo si pensamos que el particular, para tutelar sus propios derechos, está sometido al principio, o la carga, de la heterotutela, es decir, necesita acudir a los tribunales, obtener sentencia, y pedir, y conseguir, su ejecución. En una palabra, y según la conocida maldición, pleitos tengas y los ganes.

Por fortuna, vivimos en un Estado de derecho, y las prerrogativas deben interpretarse restrictivamente, evitando lesionar derechos de los contribuyentes. Es cierto que éstos tienen la carga de recurrir las liquidaciones tributarias que no consideren ajustadas a Derecho, y que la Administración puede ejecutarlas aun cuando no se hayan pronunciado los tribunales, pero siempre se puede obtener la suspensión de la ejecución prestando, en su caso, la correspondiente caución económica.

La nueva jurisprudencia del Supremo constituye un paso atrás en la tutela de las garantías del contribuyente

æpermil;ste es el principio general que, como siempre, conoce excepciones. Una de ellas es la potestad sancionadora. Hasta ahora se había entendido, primero por la jurisprudencia, después por la Ley de Derechos y Garantías del Contribuyente, que cuando la Administración ejerce potestad de imponer sanciones, al igual que ocurre en materia penal, no pueden ejecutarse éstas hasta que devienen firmes, es decir, hasta que no cabe nuevo recurso. Planteamiento lógico, máxime cuando el elemental derecho a la presunción de inocencia, o la propia noción de seguridad jurídica, impone que se agoten todas las instancias antes de cumplir una sanción. Decía hasta ahora, porque en una sentencia, relativamente reciente, de 5 de octubre de 2004, del Tribunal Supremo dio un vuelco a esta doctrina, y entendió que la interposición de un recurso contencioso-administrativo contra una sanción tributaria no suspende su ejecución. A mi juicio, es una sentencia muy criticable, que hay que valorar en términos de merma de derechos del contribuyente que, para el Tribunal Supremo de nuestro menguante Estado de derecho, deja de ser un presunto inocente.

La nueva jurisprudencia del Tribunal Supremo en esta materia, constituye un paso atrás en la tutela de las garantías del contribuyente. Con la Ley de Derechos y Garantías del Contribuyente, el legislador estableció la suspensión automática de las sanciones al interponer los recursos administrativos contra las sanciones, e idéntico principio, por la misma vocación garantista, se trasladó a la vigente Ley General Tributaria. Ahora resulta que cuando se recurre en vía administrativa se suspende la sanción, y cuando se recurre a los tribunales no se produce dicha suspensión a menos que se preste caución económica o que el tribunal, apreciando las circunstancias del caso, acuerde la suspensión. Con la pérdida del automatismo suspensivo, cuando el contribuyente deviene justiciable, en lugar de fortalecer su posición jurídica, se debilita, adquiere peor condición.

Sin embargo, lo realmente grave no es esto, sino que el Tribunal Supremo ha dictado una sentencia muy legalista, aferrada a la literalidad de la ley. Es decir, que una vez más legislamos mal, con lo que se impone una reforma legal en esta materia si se mantiene el criterio del alto tribunal. Con la salvedad, claro está, que la interpretación flexible que preconiza el voto particular de esta sentencia, con una batería argumental nada despreciable, se abra camino, porque argumentos para sostener que una sanción tributaria no puede ejecutarse hasta que sea firme no faltan, y van desde la generosa lectura de legislación vigente hasta la aplicación de los principios generales del Derecho. La inmediata ejecución de sanciones, pendientes de recurso jurisdiccional, no favorece a nadie, ni a la propia Administración tributaria.

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