La urgencia y la necesidad
Antonio Cancelo diferencia entre dos tipos de ejecutivos: los que se sienten cómodos ante los retos y la incertidumbre, y los que prefieren emborracharse con la rutina diaria y acumulan tareas sin necesidad
Los directivos se enfrentan a tareas de características bien diferenciadas cuyos requerimientos, en orden a su adecuada realización, plantean conocimientos, aptitudes, actitudes y hasta estados anímicos específicos, según cual sea la cuestión de que se trate. En un esfuerzo de síntesis podríamos dividir tales tareas en dos grandes grupos, englobando en el primero aquellas funciones de contenido repetitivo y en el segundo las que persiguen respuestas nuevas, que hay que elaborar porque para su resolución resulta imposible encontrar antecedentes en la historia de la compañía.
Abordar el primer grupo de cuestiones resulta cómodo, ya que las respuestas están escritas y el directivo se limita a aplicar, por mandato, los criterios, reglamentos o normas previamente establecidos. Lo que hay que hacer exige poca reflexión, siendo lo más importante lo que hace referencia a los modos, maneras y formas de aplicar lo que los manuales determinan, lo que, dependiendo del estilo utilizado, puede afectar a la percepción de las decisiones por parte de los afectados. En este grupo de tareas los directivos se sienten en general cómodos porque su aplicación no les plantea demasiados interrogantes, ya que forman parte de la rutina diaria.
El segundo grupo de tareas no cuenta con respuestas preestablecidas y en él se incluyen cuestiones que no han aparecido anteriormente o que, si lo han hecho, precisan enfoques y planteamientos diferentes a los que se utilizaron en el pasado. Este conjunto de cuestiones son hoy harto abundantes, ya que la dinámica que mueve los mercados reclama respuestas nuevas para preguntas de siempre, cuanto más para las nuevas preguntas que aparecen cada vez con mayor frecuencia.
En estos casos hay directivos que se sienten a gusto porque no les asustan los retos, se mueven bien en la incertidumbre, confían en su capacidad para encontrar el camino adecuado y se dedican a ello con intensidad y con pasión. Otros prefieren emborracharse con la rutina diaria, acumulan más y más tareas perfectamente delegables para justificar con la falta de tiempo el aplazamiento, a veces sine díe, de las cuestiones que exigen reflexión porque en ellas se sienten más incómodos.
No es raro encontrar incluso directivos que sostienen la tesis de que muchos problemas se resuelven solos, para lo que basta acumular sobre la mesa los papeles y esperar el lenitivo del paso del tiempo. Tesis que validan con la presentación de ejemplos que demuestran que cuestiones importantes en su momento, y que incluso hubieran exigido un gran esfuerzo para su resolución en el momento en que fueron planteadas, han perdido vigencia, se han resuelto por sí solas, dicen, con sólo tener la paciencia de dejar que el tiempo transcurra.
Sería importante, aunque difícil, poder medir los espacios perdidos, los clientes desilusionados, las expectativas frustradas y su incidencia en el futuro del negocio de actitudes que sólo ponen en evidencia la desidia de sus protagonistas. Aun los que con actitud responsable deciden abordar las cuestiones más complejas, pueden sentir la tentación de aplazarlas temporalmente, lo que sería razonable de no ser urgentes y responder la postura a la necesidad de dedicar más tiempo a la reflexión, a la maduración de un asunto para el que honradamente en ese instante no se vislumbra ninguna respuesta válida.
Y viene bien si es posible tener ese tiempo en que la mente da vueltas al asunto sin obsesionar, en gran parte de modo inconsciente, sin que aparentemente ocupe espacio, acercando o configurando una respuesta intuitiva que más tarde deberá ser razonada. La respuesta puede aparecer estando la mente ocupada en tareas sin relación con el asunto que se desea resolver. También es verdad que hay veces en que el cerebro se obnubila, parece incapaz de elaborar respuesta alguna, rechaza el tema que se le plantea y parece obsesionado en distraer la atención con otras cuestiones más placenteras. El sentimiento de bloqueo no es total, no es que se paralice la capacidad de reflexión y búsqueda, sino que afecta exclusivamente a una cuestión, para la que no encontramos respuesta, permaneciendo activas el resto de las capacidades. Si aún hay tiempo, si todavía no se ha agotado el plazo, es posible concederse una buena pausa.
Si transcurrido el tiempo muerto las neuronas continúan empecinadas en negarse a discurrir clarividentemente sobre la cuestión que hay que resolver, hay que recurrir a la voluntad sin permitir nuevas treguas ni argumentos aplazatorios que ya no son posibles. La urgencia y la necesidad deben concitar todas las facultades para sacar al cerebro de su cómodo letargo y exigirle la lucidez que en ese momento se necesita. Ya no hay distracciones, el mundo se ha parado, sólo existe la necesidad de una respuesta y hay que encontrarla exprimiendo hasta el límite de lo posible, que nunca conocemos, las posibilidades de nuestra mente. Conseguido el resultado apetecido, resuelta la cuestión que ocupaba y preocupaba, liberados de la carga y reconciliados con nosotros mismos, parecemos capaces de alcanzar cualquier objetivo.