Una oportunidad para España
La deslocalización industrial, ahora de nuevo de moda, es tan antigua como la propia industria y se ve facilitada por la libertad de movimientos de los factores productivos y la mejora de la credibilidad institucional -algo por lo que Kydland y Prescott han recibido el último premio Nobel de Economía-, de los países con menores costes productivos.
Oponerse o alarmarse por la deslocalización industrial carece de sentido; ignorarla o no hacer nada es una irresponsabilidad. Lo razonable es afrontarla con naturalidad mientras se toman decisiones -en dirección correcta- para trocar la necesidad en virtud.
Al comienzo de la última campaña presidencial en EE UU se suscitó un debate sobre el traslado de casi toda su industria electrónica a Asia; el hardware a China y el software a la India. Duró muy poco tiempo; el necesario para que un estudio universitario revelara el efecto positivo para la economía norteamericana de dicha deslocalización industrial y tal debate quedara políticamente obsoleto. El razonamiento del estudio era el siguiente: el abaratamiento de los costes de producción industrial baja los precios de venta, lo que aumenta la demanda y los ingresos totales -en el supuesto, verificado, de que la sensibilidad precio sea superior a la unidad- mucho más que en el estadio anterior.
Una mayor demanda de productos tira, necesariamente, de la oferta de innovación -norteamericana- que no sólo crece para mejorar los productos existentes sino para crear otros de potencial interés para un mercado cada vez mayor. Las estimaciones económicas no podían ser mas positivas para la economía americana: la nueva riqueza creada en actividades creativas como I+D, diseño, ingeniería, logística, marketing, publicidad, etcétera, que emplean trabajadores altamente cualificados, y en consecuencia muy bien remunerados, era y sigue siendo, muy superior a la pérdida ocasionada por el traslado de fabricaciones a Asia.
Cuando un país es creador tecnológico, la mayor parte de la riqueza generada tiende a residir, esencialmente, en él. Cuando se es adoptador tecnológico, o mero importador de tecnologías ya elaboradas, sólo cabe administrar una parte del valor añadido. Desde dicha óptica, un país genuinamente creador de tecnología resulta beneficiado de la deslocalización, por las razones aducidas antes, mientras que un nuevo maquilador también, ya que pasa de no tener actividad industrial a disfrutarla. El problema se plantea cuando la industria radicada en un país añade muy poco valor -es casi maquiladora- y se deslocaliza, en cuyo caso la pérdida ocasionada no es recuperable.
Este análisis pone de manifiesto que la única y segura manera de salir ganando con la deslocalización es contar con industrias de alto valor añadido, es decir intensivas en tecnología e innovación. De nada serviría tratar de competir -en costes, esencialmente de mano de obra- con los países a los que migran ciertas actividades industriales que antes venían desarrollándose aquí. Lo que debemos y podemos hacer es sentar las bases para que la inversión industrial en nuevas tecnologías y productos encuentre atractivos suficientes para desarrollarse, cuando no engendrarse, aquí; es decir, el verdadero desafío español es su reindustrialización.
Enfrentados a un crónico, creciente y ya alarmante déficit comercial y tecnológico que es imperativo resolver cuanto antes, España necesita con extrema urgencia: mejorar la calidad de su sistema educativo, tanto en enseñanza secundaria como universitaria; propiciar un vasto y ambicioso plan de inversiones en tecnologías de la información y la comunicación; crear instrumentos de capital riesgo -semilla y sobre todo de desarrollo- que soporten financieramente proyectos empresariales de contenido tecnológico innovador; generalizar el reciclaje profesional, convirtiendo en regla lo que hoy es más bien excepción; incentivar la innovación tecnológica, al tiempo que se impulsa su valoración política y social hoy muy baja; flexibilizar las relaciones laborales rebajando el coste de despido para las empresas -otra cosa es lo que quiera pagar el Estado- así como las contrataciones temporales; por último, hacer -no predicar- política industrial, o lo que es lo mismo, darle la importancia y la preferencia que merece al quehacer competitivo tecnológico e industrial español, habitualmente injustamente postergado.
Hace unos días visitaba España el insigne historiador de la tecnología Nathan Rosenberg. Con él compartimos que sin educación adecuada, innovación y espíritu emprendedor schumpeteriano el futuro se presenta oscuro; mientras recordaba que las principales innovaciones tecnológicas las generan cada vez más las pymes, que los liderazgos empresariales e incluso universitarios son cada vez más cambiantes, y que por tanto, el futuro no está escrito: lo construyen los seres humanos con su iniciativa y se ve facilitado o frenado por las instituciones políticas, sociales y culturales. España no debería tener problemas en asumir el análisis precedente y actuar en consecuencia. ¿Hasta cuándo deberemos esperar para hacerlo?