'Laus stultitiae'
En 1958 el politólogo francés Maurice Duverger publicó Los Partidos Políticos , el libro que se ha convertido en un clásico sobre las organizaciones que constituyen un elemento esencial de la organización política de las democracias liberales en cuanto piezas inseparables de los parlamentos y de las elecciones. Inicialmente, se trataba de organizaciones que raramente se caracterizaban por una estructura rígida y disciplinada. Recuérdese la famosa doctrina sobre la representación parlamentaria y el papel de los partidos del pensador inglés Edmund Burke quien, en sus discursos a los electores de Bristol, afirmó que, una vez elegido, el parlamentario es responsable del interés general de la nación y que sólo debe a sus electores ' su mejor juicio libremente aplicado, tanto si está de acuerdo con el de ellos como en el caso contrario', añadiendo que ' un diputado no aprende de sus electores los principios del derecho y del gobierno'. Esta visión liberal se mantuvo hasta comienzos del siglo XX, llegándose al extremo que en algunos parlamentos occidentales estaba prohibido aludir a los partidos.
La gran excepción la constituyeron los partidos socialistas, pues ya desde finales del siglo XIX sometieron a sus diputados a la autoridad de un comité directivo que imponía una fuerte disciplina. Este rasgo se ha ido acentuando en Europa, tanto por su extensión a todo tipo de partido como porque los sistemas electorales han hecho depender la elección de los parlamentarios del éxito electoral del jefe y el partido que los incluye en sus listas de candidatos, de tal forma que es cada vez más raro encontrar en los escaños parlamentarios personalidades independientes a lo Burke y, por otro lado, individuos que por configurar su actividad política como un servicio al interés general pueden abandonarla cuando consideren que su actuación no responde a ese propósito, volviendo a una actividad privada que les asegure una vida sin agobios. En otra palabra, el político se ha profesionalizado.
Ello ha llevado a un tipo de personas que se exigen a ellos mismos - y lo que es peor, al resto de la sociedad y tratándose de políticos a sus electores y simpatizantes- una obediencia ciega a sus opiniones y califican despreciativamente los puntos de vista divergentes de los suyos, guiados frecuentemente por diversas formas de fanatismo- ya sea este ideológico o nacional - opuesto a cualquier camino de entendimiento. Pensando en tan lamentable rasgo de la vida política actual, me viene a la memoria un delicioso ensayo escrito por el gran historiador italiano Cipolla y titulado 'Allegro ma non troppo', en cuya segunda parte enuncia las 'leyes fundamentales de la estupidez humana'.
La primera asegura que siempre subestimamos la proporción de personas estúpidas respecto al total de la población; la segunda se resume en que la probabilidad que una persona determinada sea estúpida no está relacionada con las restantes características de esa persona; la tercera establecía que una persona estúpida es aquella que causa daño a otra persona o grupo sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí o incluso obteniendo un perjuicio- rasgo que la diferencia de los malvados, los incautos y los inteligentes. A continuación, Cipolla analiza las posibilidades de que las personas estúpidas perjudiquen a sus semejantes, afirmando que ello depende de dos factores: el genético y la autoridad o posición de poder que ocupen en la sociedad.
En las democracias, añade el que fuera profesor en las universidades de Pavía y Berkeley, las elecciones generales son un instrumento de gran eficacia para asegurar el mantenimiento estable del grupo de los estúpidos entre los poderosos. Teniendo en cuenta esto, sienta sus dos últimas leyes fundamentales: a saber, la cuarta, que dice que las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las estúpidas y que éstas son cada vez más activas debido a la permisividad de las primeras y, quinta, el estúpido es el tipo de personas más peligrosa que existe.
Vienen a cuento estas cavilaciones porque como ciudadano de una de esas democracias liberales me angustia cada vez más mi incapacidad para resolver el siguiente dilema: ¿podemos seguir confiando platónicamente en la sabiduría de quienes elegimos cada cuatro años para que nos gobiernen o, por el contrario, deberíamos reclamar medios legales para corregir inmediatamente las peores consecuencias de su estupidez?