La imparable agonía de Rover
Longbridge. El vocablo quizá no suene a nada en España. En el Reino Unido, en cambio, la palabra da nombre a la localidad cercana a Birmingham en la que se asienta la que un día fue la mayor factoría de automoción de Europa, la planta de la que hace décadas llegaron a salir el 40% de los coches que se vendían en el país. Hoy, esta fábrica guarda silencio. Sus 6.000 trabajadores esperan en casa un improbable milagro proveniente del Lejano Oriente que salve a una empresa que nunca logró resolver la encrucijada de ser demasiado pequeña para triunfar en el mercado de masas y ser demasiado accesible para pasar por una marca de lujo. Longbridge ha dejado de significar esplendor industrial para convertirse en una amenaza para la reelección del primer ministro Tony Blair en los comicios del próximo 5 de mayo.
MG Rover, así, apura las que parecen ser sus últimas semanas de existencia gracias a la respiración asistida proporcionada por un préstamo ampliable de 6,5 millones de libras, 9,5 millones de euros, concedido por el Gobierno para pagar los sueldos de los trabajadores durante una semana. O lo que haga falta. Siete días que pueden ser cruciales para lograr llegar a un acuerdo con el grupo automovilístico Shanghai Automotive (SAIC). El grupo chino, no obstante, no parece muy predispuesto a salvar una compañía que prefiere muerta para comprar más barato. Es más, esta ayuda del Ejecutivo no garantiza nada.
Caída continuada
No en vano, el progresivo declive del fabricante ha estado marcado, cuando no directamente provocado, por la sucesiva intervención de los distintos gobiernos. El préstamo no es más que la última intervención del Gobierno tras décadas de injerencias que han afectado al desarrollo del negocio. Este último capítulo comenzó a escribirse en 2000, cuando BMW, decidió vender la compañía tras haber invertido casi 5.000 millones de euros desde que la comprara en 1994. Este dinero, y la contrastada experiencia de los bávaros resultaron insuficientes para reflotar la firma.
El plan de salida de Bernd Pischetsrieder -el hoy presidente de Volkswagen lo era por aquel entonces de BMW- pasaba por quedarse Mini y vender Rover a Alchemy, una compañía de capital riesgo que pretendía transformar el grupo en una marca de coches deportivos. La transacción incluía una inversión de más de 600 millones de euros por parte de BMW.
El problema es que Alchemy contaba con despedir a unos 4.000 trabajadores y ésta era una medida que no agradaba ni a Blair ni a su entonces secretario de Industria y Comercio, Stephen Byers. Ahí emergió Phoenix, otra compañía de capital riesgo formada por un cuarteto de directivos que aseguraba que podría mantener a Rover como marca generalista. El apoyo gubernamental resultó decisivo, y Phoenix se quedó con la empresa tras pagar 10 libras. Al contado.
Rover, apuntan fuentes del sector, sobrevivió gracias a la venta de activos como acciones o patentes. Ni rastro de lo necesario: nuevos modelos que reactivasen las ventas. El deterioro financiero de MG Rover, durante la primera mitad de la década hizo indispensable una alianza con otra compañía. Para ello, se sondearon mercados emergentes como el indio, hasta llegar a SAIC. De nuevo, el Gobierno intervino para acelerar el acuerdo, aportando, incluso, un crédito de 100 millones de libras para engrasar los balances. Todo ello sin resultado, si bien, desde la lejanía que da el tiempo, todo parece indicar, que el acuerdo con los chinos nunca estuvo tan cerca como se quiso hacer creer.
Cuarenta años de problemas
Los problemas de Rover, sin embargo, probablemente empezaron mucho antes de llegar Phoenix. Fuentes del sector llevan su origen a la fusión en 1968 entre Leyland y British Motor Company. Esta operación supuso la primera intervención del Gobierno en Londres. El objetivo de la operación era luchar contra la pérdida mercado creando una única compañía con de varias marcas, un camino que ya había marcado General Motors.
Esta fusión llevó al mercado de masas a Rover, hasta entonces una marca encuadrada en la parte baja del segmento alto, sin lograr por ello una recuperación de las ventas. De hecho, la compañía fue una de las primeras en hundirse a raíz de la crisis petrolífera de 1974, lo que obligó a una nueva aparición del Estado, que decidió nacionalizar y reflotar la compañía. Todo antes que arriesgarse a la pérdida de miles de trabajos en una reestructuración. Margaret Thatcher decidió en 1980 la venta a British Aerospace, si bien la situación tampoco mejoró sustancialmente. BA alcanzó un acuerdo de colaboración con Honda, que adquirió un 20% de la empresa y suministró motores y patentes para ciertos modelos. Fue, eso sí, una colaboración a medias ya que se limitaba a gamas que no entrasen en competencia con los suyos.
El destino de Rover, por lo visto a lo largo de los años, estaba escrito hace décadas. Ningún Gobierno ha podido cambiarlo. Más bien al contrario, parece haberlo adelantado.