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Tribuna
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Que si galgos o podencos

En las últimas semanas se ha acentuado un contraste que me parece desesperanzador. Me refiero al ensimismamiento de los estamentos políticos en cuestiones a las cuales los ciudadanos conceden una importancia secundaria: el plan Ibarretxe; los esfuerzos enfermizos de algunos por incluir el concepto de comunidad nacional, por cierto, directamente tomado del artículo 1 del Fuero de los Españoles; una posible revisión de la Constitución, o los delirios de grandeza de quien pretende representar en el extranjero más de lo que realmente representa. No puedo entonces reprimir la sensación de estar asistiendo al comienzo de la desintegración de un viejo Estado, sensación que se confirma al contemplar la incapacidad de esos políticos para ofrecer soluciones a los problemas reales del país. Permítaseme citar sólo algunos ejemplos.

Hace pocos meses nos enteramos que nuestros estudiantes de secundaria están a la cola de los treinta países que componen la OCDE. Exactamente ocupan los puestos 23, 24 y 22 en materias tan básicas como comprensión de la escritura, cultura matemática y cultura científica. Tampoco es mejor la situación entre los universitarios pues en la UE sólo Malta y Portugal tienen un mayor índice de fracaso escolar entre los jóvenes de 18 a 24 años y resulta que padecemos la proporción más baja de población con nivel de enseñanza secundaria superior. En realidad nada de ello debería sorprendernos. Basta con oír o conversar con nuestros jóvenes para cerciorarse de su incultura universal. Esa situación origina una sensación de impotencia entre el profesorado que, victimismos aparte, se siente incapaz para luchar contra la indisciplina reinante en las aulas, resultado tanto de la falta de atención de los padres como de la permisividad de una sistema legal y la irresponsable actuación de las administraciones públicas.

No es de extrañar pues que, por mucho que nos pese, la calidad de lo que se denomina capital humano deje mucho que desear en España y que así se explique que dentro del negro panorama dibujado en el último informa de la Comisión Europea sobre el empleo en la Unión -según el cual el Viejo Continente sigue rezagándose respecto a EE UU tanto en productividad por trabajador como por hora, debido a su incapacidad para promover innovación, dotar al mercado laboral de mayor flexibilidad y seguridad con empleo de calidad- España, con Italia, se lleve la corona de latón.

Cierto que, por razones que no vienen al caso, continuamos creciendo algo más que casi todos nuestros socios europeos, pero ello no impide, primero, que nuestra renta por habitante medida en términos de paridad de poder de compra fuese a finales de 2002 cinco puntos inferior a la media de la UE-25 y nueve a la de la OCDE. Pero, como siempre habrá optimistas antropológicos, conviene recordar que en 1999, Irlanda, el país de la Gran Hambre de 1846-48, estaba prácticamente en la media y cuatro años después había ascendido hasta encontrarse un 29% por encima. Nosotros, por el contrario, tenemos a un 19% de la población en situación de 'riesgo de pobreza', un 4% superior a la media europea. No conviene ponerse trágicos, dirían algunos, pues vivimos cada día mejor... y más tiempo, añadiría yo. No en vano somos el quinto país de la UE con más mayores pero también el segundo con menos jóvenes. Eso significa, por ejemplo, que en el 2020 España contará con tres millones de ciudadanos necesitados de ayuda para valerse en su vida cotidiana y que la tendencia al envejecimientos no la frena ni siquiera la inmigración, de tal forma que nuestra tasa de dependencia pasará del 26% en el 2010 al 56% en el 2050. ¡Eso si el sistema público de pensiones no se toca!

Y a todo esto nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato. O sea, al incremento imparable de gasto sanitario y farmacéutico. Fórmulas como el copago por atención médica son anatema y las comunidades autónomas, competentes en materia de prestaciones sanitarias, arrastran un déficit de 4.500 millones de euros, de los cuales 3.300 millones corresponden a Cataluña, y exigen al Gobierno central que se haga cargo del mismo, con lo cual todos los ciudadanos pagaríamos la ausencia de una gestión eficaz de costes en las Comunidades más deficitarias, eludiendo así la responsabilidad antes sus ciudadanos por la mala gestión. Hay aquí, ciertamente, una apelación a la solidaridad que no conviene desoír, pero no deja de resultar irónico que algunas de esas comunidades que reclaman solidaridad en el gasto sanitario abanderen propuestas cicateras cuando se habla de solidaridad en general, apoyando ideas como la cuota de solidaridad limitada. Asunto complicado este del nuevo modelo de financiación territorial - agravado por el privilegio que supone la existencia del régimen foral disfrutado por el País Vasco y Navarra. El caso es que, de acuerdo al índice de confianza, resultado de una encuesta entre las grandes empresas mundiales respondiendo a la pregunta sobre en qué países extranjeros piensa invertir, España figura en décimo cuarto lugar, por detrás, entre otros, de Australia, Italia, Rusia, Polonia y prácticamente empatada con la República Checa.

Podría citar al menos una docena de ejemplos adicionales, pero prefiero preguntar: ¿cuándo nos ponemos a trabajar?

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