La quimera de Europa
En este tiempo en que se dedican grandes recursos humanos y materiales para valorar el tratado sobre la Constitución Europea, parece conveniente hacer algunas observaciones que ayuden a despojar de dramatismo una consulta, el referéndum del próximo domingo, en la que casi lo único que se juega es el crédito de una clase política, capitaneada por el propio Gobierno, que se alimenta de controversias sobre asuntos lejanos al interés concreto de la mayoría de los ciudadanos. De ahí la preocupación por la respuesta de estos.
El Tratado entre los Estados de la Unión Europea que se somete a referéndum, con ser importante, no deja de ser uno más de los que se han aprobado en los últimos años -Maastricht, Amsterdam, Niza...- en el intento, vano hasta la fecha, de construir una unión política que supere la homologación económica y monetaria, que es lo que realmente define al movimiento europeo.
La propia creación de la moneda única, el euro, no ha tenido las consecuencias políticas que se pretendían y se ha convertido, en la práctica, en un instrumento más al servicio de los intereses de una zona de librecambio, que eso es la UE, gobernada por Alemania y Francia.
Los españoles, sobre todo aquellos que conocimos el régimen de Franco, siempre vimos en Europa la esperanza de libertad y bienestar que añorábamos para España. Europa Occidental era entonces la meta de civilidad y democracia a la par que el ejemplo en las políticas de igualdad y protección social. Por eso, el ingreso en el entonces Mercado Común, hace ya casi 20 años, fue bienvenido.
Las consecuencias de ello fueron beneficiosas tanto para España como para los países que ya eran miembros, fundamentalmente Alemania y Francia, que a lo largo de éste tiempo han consolidado su posición dominante en algunos sectores de nuestra economía.
España ha recibido ayudas importantes que han contribuido al desarrollo del país, especialmente en materia de comunicaciones, lo que es de agradecer. Pero de ahí a concluir que hemos sido una especie de agraciados de la lotería europea, como se desprende de algunos discursos que oímos estos días, va un largo trecho.
Las ayudas comunitarias han sido una provechosa inversión para los países que las han prestado, ya que nos han convertido en uno de los partícipes más dinámicos de la UE: el comercio exterior de España se desarrolla casi en un 80% en el seno de la Unión. Se puede hablar de una clara reciprocidad que nos honra como socios y desmiente cualquier posición mendicante.
Pero el conjunto de aspectos positivos que entraña la pertenencia a la UE no justifica, en mi opinión, desdeñar un fenómeno doctrinal que se ha enseñoreado de la UE los últimos 10 años y que amenaza con alterar negativamente uno de los pilares iniciales de la Unión. Me refiero al discurso que preconiza sin ambages el desmantelamiento progresivo del Estado de Bienestar con la excusa de la globalización económica. Discurso que impregna los contenidos del Tratado que se somete a referéndum, con lo que ello supone de decepción para un país como el nuestro, tan alejado todavía de los niveles de bienestar y protección social de los principales socios de la Unión. En esta materia, poco se puede esperar.
Por último, hay que decir que ni éste ni otros tratados análogos nos blindan a los españoles frente a los problemas planteados por los nacionalismos vasco y catalán. La Unión Europea es y será mera espectadora de nuestras controversias y aceptará la organización territorial que en España se acuerde, tanto da una confederación, una federación o la vuelta a un Estado unitario de corte jacobino. Lo que sí es cierto es que mientras discutimos aquí sobre nuestro propio ser nacional seremos una voz muy débil en el conjunto de la Unión.
Sea cual sea el resultado de la consulta, éste proyecto europeo seguirá su camino, porque la eurocracia europea no parece dispuesta a dejarse influir por lo que acuerden aquí o en otro lugar algunos millones de ciudadanos. Tan es así que el Tratado ni siquiera contempla la exclusión del mismo.