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Tribuna
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Medidas, y no sólo gestos

La hora de la transparencia: Puede tratarse de una nueva forma de hacer negocios o de una moda que se sigue por cuestión de imagen. Pero, tanto si es un convencimiento real como si está inducido por las nuevas tendencias, el buen gobierno es una realidad que cada vez cala con más fuerza en las empresas

Hace unos años -pongamos ocho- en la cultura empresarial española muy pocos habían oído hablar del buen gobierno. Algunos expertos sabían que en el Reino Unido se había publicado en 1992 el Informe Cadbury sobre el gobierno corporativo y que en EE UU, en 1994, el American Law Institute había dado fin, al cabo de 15 años, a una obra titulada Principles of Corporate Governance: Analysis and Recommendations.

En febrero de 1998, un pequeño grupo de esos expertos españoles, reunido en la Comisión Especial para el Estudio de un Código æpermil;tico de los Consejos de Administración, dirigido por Manuel Olivencia, puso en pie en menos de un año, un informe del que se desprendían 23 Recomendaciones, dirigidas especialmente a la administración de las sociedades cotizadas. Dos meses más tarde la CNMV elaboró un Reglamento Tipo del Consejo de Administración ajustado al Código de Buen Gobierno, a disposición de esas sociedades. æpermil;ste, elaborado pro bono público por la CNMV, se parecía extraordinariamente al adoptado un tiempo antes por Telefónica. ¿Bebían de las mismas fuentes, o existían otras razones para esta semejanza?

Como es sabido, este impulso ético tuvo escasa respuesta. No obstante abrió el debate sobre el buen gobierno en España. Se discutió el acierto de la política jurídica subyacente; porque las Recomendaciones eran eso, buenos consejos no apoyados en sanciones jurídicas, sino en la creencia de que quien no los siguiera, se hallaría en peores condiciones de atraer inversiones suficientes. Esto se llamaba soft law.

'El post-Enron produjo en España mucho Derecho y un cierto desorden'

También se discutieron los efectos de situar en la 'creación de valor para el accionista' el principio disciplinador de la conducta de los administradores; lo cual condujo al análisis de los modelos adecuados para su remuneración. Se advirtió de la excesiva confianza depositada en los administradores 'independientes', imposible de alejarlos de la propiedad o de la gestión en un contexto como el español, donde el grado de concentración del capital en grupos familiares es elevadísimo. Se aplaudió la Recomendación que aconsejaba que las sociedades detallaran 'las obligaciones que dimanan de los deberes de diligencia y lealtad de los consejeros' y, en especial, 'la situación de conflicto de intereses, el deber de confidencialidad, la explotación de oportunidades de negocio y el uso de los activos sociales'. Aquí los avisados reconocieron inmediatamente el influjo de los Principles. Y por último, como siempre, se señaló el largo camino a que quedaba por recorrer. Una de las cotas estaba en el tratamiento del blindaje de los consejos ante las opas, otra en el acceso a la información relevante.

¡Y sucedió Enron! Y entonces, en el país de los Principles se dieron cuenta de que no se podía vivir sólo de buenos consejos. Se promulgó la Sarbanes-Oxley Act, y Harvey L. Pitt, con un excelente currículum en la defensa de empresas auditoras, fue sustituido al frente de la SEC por William H. Donaldson.

El post-Enron produjo en España mucha gestualidad, mucho Derecho y un cierto desorden. La Comisión Aldama entró en escena ocupando el lugar de la Comisión Olivencia. Actualizó el trabajo de aquella, ciertamente sin grandes innovaciones (si tienen interés, comparen los pasajes dedicados por cada una de ellas a los administradores 'independientes'). Sin embargo de la devoción por el soft law, se pasó a recomendar el hard law. Esto fue lo más relevante. Y este consejo fue seguido en la Ley 26/2003. Con ella buen gobierno se hizo imperativo. La nueva Ley desgranó -con una cierta confusión técnica- los deberes genéricos de diligencia y lealtad de los administradores, para que los jueces no se confundieran. Además obligó a elaborar reglamentos e informes -para la junta, el consejo, el informe de gobierno corporativo...-. Esta obligación ha dado trabajo a los denominados corporate lawyers y además ha alimentado la apariencia de que la ética se está abriendo paso finalmente.

Todo esto es bueno. No obstante para tomarse en serio el buen gobierno no hay que olvidar que su fin primordial es promover la eficaz asignación de los recursos para el incremento general de la riqueza. Y en este punto conviene advertir que hay medidas muy espectaculares, pero inocuas (como la cuestión de los consejeros 'independientes') y medidas discretas, pero de gran alcance (como las relativas a la bondad de los 'blindajes').

Siempre, claro está, en el convencimiento de que no es una sola medida la que contribuirá a promover esos fines, sino el conjunto coherente y no gestual de todas ellas, macerado en una ética de los negocios relativamente aceptable. Y es que, la economía de mercado moderna, como señaló Alan Greenspan hace tiempo, 'debe acompañarse de un sistema de regulación financiera muy avanzado, de una arquitectura jurídica sofisticada y de una cultura respetuosa con la aplicación de la ley'.

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