Arafat muere sin realizar su sueño
Yaser Arafat murió en la madrugada de ayer en un hospital militar de París, tras dos semanas de internamiento por una misteriosa enfermedad. Tenía 75 años y un sueño que le sobrevive: la creación de un Estado independiente para el pueblo palestino. La dedicación con la que persiguió este sueño le ha convertido en un icono de la causa palestina. Para sus muchos enemigos, más que un visionario era un fanático y un terrorista, aunque esa visión se ha ido matizando al tiempo que se involucraba en la vía diplomática para resolver los conflictos con Israel.
Los funerales por Arafat se celebrarán hoy en El Cairo, pero el líder palestino será enterrado en la Mukata de Ramala, el fuerte británico que le sirvió de sede para el Gobierno de la Autoridad Palestina y donde vivió, confinado por el Gobierno israelí de Ariel Sharón, durante los últimos tres años.
Arafat, nacido en 1929 en el seno de una familia palestina en El Cairo, según su partida de nacimiento, quiso ser enterrado en Jerusalén, donde él aseguraba que había nacido. Pero esto también forma parte de ese sueño que no verá.
Arafat empezó su lucha a los 17 años, haciendo contrabando de armas a Palestina desde Egipto. Eso ocurría dos años antes de que en 1948 Israel declarara su independencia, y por entonces Arafat ya se había convertido en un nacionalista palestino que canalizaba sus aspiraciones políticas a través de la presidencia del Sindicato de Estudiantes Palestinos en la Universidad de El Cairo.
Este fue su primer gran papel como líder. Pero fue la cofundación del grupo clandestino Fatah en 1958, que empleó la llamada 'violencia de la revolución popular' para liberar Palestina, lo que le dio relevancia militar y política.
En 1968 las guerrillas palestinas y los jordanos libraron una importante y sangrienta batalla contra los israelíes en Karameh que engrandeció la figura de Arafat e hizo que muchos palestinos se unieran a Fatah, un movimiento que se integró en la OLP y que Arafat presidió desde 1969.
La OLP fue reconocida por los países árabes en 1974 como legítimo representante del pueblo palestino, lo que convirtió a Arafat en el líder de la causa. Pero sus relaciones con los gobiernos árabes no fueron siempre cordiales. En 1971 el rey Husein le expulsó de Jordania, y la firma de la paz entre Egipto e Israel, que criticó duramente, le restó protagonismo político mientras una buena parte del mundo le veía como un líder terrorista.
Pese a sus críticas a los procesos de paz con Israel, Arafat terminó imponiendo su sentido práctico y, tras la explosión de la primera Intifada, en noviembre de 1988 dio el paso histórico de renunciar a la violencia y aceptar el derecho a la existencia del Estado de Israel.
Sería el comienzo de un camino diplomático que cristalizó en las negociaciones con Israel que acabaron en el acuerdo de Oslo, que permitía el establecimiento de una Autoridad Palestina en Gaza y Cisjordania. La firma del acuerdo produjo una de las fotos más importantes del siglo XX cuando en septiembre de 1993 dio la mano al primer ministro Isaac Rabin. Ello les valió a Arafat, Rabin, y al ministro de exteriores israelí el premio Nobel de la Paz en 1994, el mismo año en el que volvía, tras 27 de ausencia, a Gaza.
Pero las siguientes conversaciones de paz no han sido fáciles. Con Benjamín Netanyahu en el poder tras el asesinato de Rabin, Oslo empezó a desmoronarse. La situación mejoró con la elección del laborista Ehud Barak, con quien se abrieron las negociaciones de Camp David, auspiciadas por Bill Clinton, y que nunca llegaron a plasmarse en un acuerdo por negarse Arafat a ello.
Para muchos, las ofertas que Barak hizo eran las más generosas que nunca han tenido en su mano los palestinos. Con Sharon y la explosión del la segunda intifada las posiciones del guerrero palestino se enquistaron, por lo que su muerte se ve como una oportunidad de paz.
No será fácil. Arafat muere con un legado difícil de gestionar por el personalismo que imprimió a un Gobierno que a menudo ha sido tachado de corrupto: su fortuna personal está valorada, según la revista Forbes, en más de 300 millones de dólares. Deja un pueblo, el palestino, unido por su figura y separado por luchas ideológicas de los líderes que le sobreviven.