El voto de los humildes como esperanza
Con la excepción de las elecciones para la presidencia de los Estados Unidos celebradas en 1992, donde votaron el 61,3% de los ciudadanos, desde 1976 no se alcanza el 60% de participación y en las últimas de 2000 votó el 54,7% de la población de 18 años y más. El origen de esta baja participación, como tuve ocasión de señalar en mi colaboración del pasado día 2, estuvo en la también baja inscripción de los ciudadanos en el registro electoral, puesto que de 202,6 millones de potenciales electores sólo se inscribieron 129,5 millones. Además de ello, sólo llegaron a votar 110,8 millones de electores, el 85,5% de los inscritos.
El hecho de que personas de diferentes grupos sociales se registren como electores en muy distinto grado (se inscriben, por ejemplo, el 71,8% de norteamericanos nativos blancos y el 57,2% de negros de origen hispano), unido a que además voten en distintas proporciones (en el ejemplo dado votaron el 86,3% y el 76,2% de los inscritos, respectivamente), lleva a concluir que quienes acaban votando resultan escasamente representativos del conjunto nacional de ciudadanos norteamericanos con derecho a voto, como puede apreciarse también con los datos que proporciona la Oficina de Censos de Estados Unidos.
Así, por ejemplo, en las Elecciones de 2000 sólo votaron el 35,1% de los desempleados, mientras los más integrados trabajadores por cuenta propia votaron en el 60,9% de las ocasiones y los agradecidos trabajadores gubernamentales, que ese año sumaban según dicha oficina la nada despreciable cifra de 19,3 millones, votaron en un 72,4% de casos.
Algo parecido se observa en cualquier otra perspectiva bajo la que se aprecie la participación electoral. De este modo, según el nivel de estudios alcanzado, votaron el 75,5% de los titulados universitarios, algo más del 70% de quienes poseen un título de grado medio y cifras siempre decrecientes conforme disminuye el nivel de estudios, hasta una participación de sólo el 26,8% entre quienes no han conseguido alcanzar el 9º curso escolar.
Las mujeres participaron más que los hombres en las elecciones de 2000, el 56,2% frente al 53,1%, respectivamente, pero la edad de los ciudadanos fue mucho más determinante del ejercicio del derecho a sufragio. Así, los porcentajes de votantes decrecen conforme disminuye la edad, con la única salvedad de los mayores de 74 años por posibles problemas de salud, que aun así votaron en un 64,9% de casos. De este modo, el valor máximo de participación, un 69,9%, lo ofrecieron quienes contaban con 64 a 74 años, cifra que va disminuyendo hasta el 32,3% de quienes tenían una edad comprendida entre los 18 y los 24 años.
También la raza influye mucho en la participación, puesto que los blancos de origen no hispano votaron en el 60,4% de las ocasiones, los negros norteamericanos se situaron algo por debajo de la media nacional de participación, con un 54,1%, los hispanos votaron en un 27,5% de casos y sólo el 25,4% de los ciudadanos de origen asiático e islas del Pacífico acudieron a votar.
Pero la realidad es más radical de lo que muestran las anteriores cifras puesto que, al fin y al cabo, al haber contemplado el fenómeno de la participación bajo perspectivas unidimensionales, los valores medios facilitados ocultan lo que son comportamientos muy dispares.
Así, por ejemplo, con sólo tomar tres variables se puede apreciar que únicamente votaron en el año 2000 el 0,9% de las mujeres de 18 a 24 años con menos del 9º grado escolar, frente al 88% de las mujeres que tenían de 65 a 74 años con titulación superior, o cómo la participación según edad, sexo y raza varió desde el 13,8% de los hombres hispanos de 18 a 24 años hasta el 74,2% de hombres blancos de origen no hispano de 65 a 74 años que acudieron a votar.
De mantenerse en las próximas elecciones esta brutal desigualdad en la participación de diferentes grupos sociales se impedirá, por ejemplo, que las urnas manifiesten en la proporción que debieran el descontento de quienes han incrementado durante el mandato de Bush las cifras millonarias de pobres y de desempleados o de aquellos otros que, por ser jóvenes negros o de origen hispano, son llevados a la guerra de Irak. A diferencia de estos últimos, y siguiendo ahora el testimonio de Michael Moore, parece que sólo hay un joven movilizado entre los descendientes de congresistas y senadores que votaron a favor de esa guerra, según cuenta el propio director de cine en su película Farenheit 9/11 mientras intenta inútilmente entregarles impresos para que alisten a sus hijos.