Nuestra emigración olvidada
Cerca de millón y medio de españoles residen fuera de nuestras fronteras, cantidad equivalente a la de los inmigrantes extranjeros dentro de ellas. Cifras equilibradas que deben hacernos reflexionar, según el autor, y que nos devuelven el reflejo de nuestros emigrantes de ayer
La emigración exterior española -ha leído bien- sigue presentando actualmente una gran importancia demográfica, además de histórica, económica, política o cultural, y un singular significado geográfico. En 2001 residían aún fuera de nuestras fronteras 1.413.353 españoles, cifra equivalente a las que el censo de población de 2001 ofrece de los inmigrantes extranjeros dentro de ellas: 1.572.017. Sin duda la imagen que proyecta España como país de inmigración, magnificada hasta el paroxismo por los medios de comunicación de masas (algunos de los cuales tanto han contribuido a que sea considerado socialmente más como problema que como la solución demográfica y económica que está siendo) hace olvidar el carácter que también como espacio de emigración sigue teniendo nuestro país.
A lo largo de la primera mitad del siglo pasado el destino preferente de nuestra emigración exterior fue América, continente que en todo este periodo absorbía más del 85% de la misma. Este continente -singularmente Latinoamérica- en los momentos álgidos absorbió corrientes de casi 200.000 emigrantes anuales arribados al nuevo continente en pateras de mayor calado que las actuales; el otro 15% restante correspondía a África (fundamentalmente el Magreb -Marruecos y Argelia- y Guinea Ecuatorial), Asia -con Filipinas como destino preferente- y Australia, presentando entonces una escasísima significación el continente europeo, espacio entonces, asimismo, emigratorio.
Tras el prolongado paréntesis de la posguerra civil española se reanudan los flujos hacia el exterior, pero más debilitados que en ciclo anterior: los valores medios anuales eran, a partir de 1950, de unos 60.000 emigrantes, que seguía teniendo como destino predominante al continente americano; en el quinquenio 1960-64 asistimos a cambio de ciclo y de destino: Europa empieza a surgir con fuerza como destino de nuestra emigración exterior y a partir de 1965 se erige como destino casi exclusivo, alcanzando el punto álgido en 1972, año previo a la gran crisis energética y económica, en el que el número de nuestros emigrantes a Europa alcanzó la cifra de 104.134. Desde 1975, la cifra se mantiene en torno a los 15.000 emigrantes anuales, para descender al orden del millar en los noventa, y de los centenares en los últimos dos años, siendo Europa destino preferente y casi único.
Varias son las razones que, según los estudiosos del tema, explican este cambio: por una parte, España debía dar salida a los excedentes demográficos que la empobrecida economía nacional no podía absorber, y por otra, el fuerte desarrollo económico que conocieron los países de la Europa Occidental llegó acompañada de una falta de mano de obra autóctona para satisfacer la demanda de los sectores económicos deficitarios (industria, construcción, servicios, agricultura, etc.). Los salarios elevados, la escasez de la fuerza de trabajo y un coste de desplazamiento asequible contribuyeron a la rápida adaptación de la corriente emigratoria exterior española a sus nuevos destinos europeos, hechos a los que hay que sumar diversos acuerdos y convenios de migración entre España y los principales países de destino de nuestra emigración (República Federal Alemana, Francia, Bélgica, Suiza ).
El perfil de los emigrantes españoles a Europa se ajustaba como un guante a una mano a la demanda del mercado laboral europeo dirigida a cubrir el déficit que ocasionaba el desarrollo urbano industrial: adultos-jóvenes, en el 70% varones, con altas tasas de actividad y con claro predominio de los obreros industriales y de la construcción, así como de elevadas proporciones de agricultores, singularmente a Francia, ¡cuán parecido con nuestra inmigración actual!
Aquella emigración histórica explica la situación actual de nuestra emigración. El peso absoluto y relativo de los diferentes países del mundo como espacios de acogida de nuestros conciudadanos es muy desigual. En términos absolutos, Argentina (país en el que residen en la actualidad 247.824 españoles) y Venezuela, la octava isla canaria, con 122.160, y tres países europeos: Francia (con 202.068), Alemania (con 125.562), Suiza (con 106.167), encabezan actualmente el ranking de países de acogida.
En relación a los orígenes se constata la desigual importancia que unas regiones y otras, que unas provincias y otras, tienen en relación a nuestra emigración exterior: Canarias, Galicia, Asturias y el resto de las regiones del norte respecto a América y nuevamente Galicia, así como Andalucía, respecto a la emigración a Europa, presentan, aún hoy, la mayor significación geográfica.
Pues bien, si el millón y medio de extranjeros en España que se calculan sin regularizar es consecuencia del actual proceso de globalización, la diáspora del millón y medio españoles en el extranjero es prueba y consecuencia de nuestra historia demográfica en el último siglo. Estas dos cifras, tan equilibradas, deberían hacernos reflexionar sobre la situación presente: nuestros inmigrantes, hoy, nos devuelven el reflejo -pero deformado hasta el esperpento- de nuestros emigrantes de ayer. El proceso de regularización que proyecta el Gobierno tiene un objetivo: ajustar ambas imágenes. Todos (Gobierno, empresarios, sindicatos, ayuntamientos, organizaciones sociales la sociedad española en su conjunto) deberíamos contribuir a ello: nuestra historia migratoria nos lo exige.
Geodemógrafo, director del departamento de Geografía. Urbanismo y Ordenación del Territorio de la Universidad de Cantabria