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Columna
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Hacia un nuevo paradigma en la regulación de 'telecos'

La regulación en telecomunicaciones ha respondido siempre a objetivos políticos determinados, de protección de los derechos de los usuarios y, en su caso, de protección o apertura de los mercados de los operadores campeones nacionales, pero sin preocuparse excesivamente de las realidades comerciales y de la evolución tecnológica. Por ello se sustenta en unos principios que ya no son inmutables, como el de la unión entre infraestructura y servicios, la asociación de la información transportada a un tipo de servicio, el carácter público de determinados servicios, la facturación por tiempo y la provisión independiente de los servicios regulados.

El modelo regulatorio imperante está basado en controlar las redes que requieren ocupación del dominio público y/o privado, o el uso de frecuencias, y unos servicios concretos, como el telefónico y el de difusión, prestados sobre ciertas tecnologías. Esta regulación por redes y servicios lleva a paradojas, como la de requerir múltiples habilitaciones para poder competir en mercados tendentes a la integración (por ejemplo, una licencia C2 para acceso radio, otra A1 para telefonía y una autorización C para transmisión de datos). Aunque la nueva regulación comunitaria (traspuesta en la Ley 32/2003 General de Telecomunicaciones) hace desaparecer las licencias, se seguirán controlando las redes y servicios de los operadores con obligaciones de servicio público, o con poder significativo en mercados de referencia vinculados a los servicios regulados, y así indirectamente del resto de operadores.

La regulación se adapta para permitir otras formas de prestación de servicios pero no evoluciona para integrarlas en un modelo único. Esto da lugar a aspectos regulatorios diferenciales cuando menos curiosos, y muy posiblemente esté impactando el desarrollo de servicios sustitutivos de los regulados. Así, la televisión terrenal tiene la consideración de servicio público, lo que permite unir las concesiones a obligaciones sobre información, contenidos, publicidad, etcétera. Otras formas de prestación, como el cable o el satélite, no tienen esa consideración y no conllevan ese tipo de obligaciones. Cuando sea soportada por redes de banda ancha sobre IP ni siquiera requerirán de una licencia especifica. Sin embargo, es obvio que competirán entre sí por la demanda -el tiempo de visión de los usuarios-.

Es absurdo que el modelo regulatorio pretenda promover mayor competencia pero ignore la realidad tecnológica y de los mercados

A los servicios móviles digitales, cuyo uso básico es telefonía, no se les considera servicio telefónico disponible al público, lo que les inhibe de las regulaciones de precios, calidad, contratación, etcétera. Aun teniendo penetración superior a dicho servicio, y siendo la movilidad componente básica de las nuevas comunicaciones, ni aquéllos ni ésta forman parte del servicio universal. Y sin embargo es notorio el efecto sustitutivo de estos servicios sobre el telefónico.

Las redes de acceso inalámbrico tipo Wifi permiten ofrecer servicios de acceso a internet. Para proteger a los servicios equivalentes soportados por la red pública telefónica se les prohibe la prestación sin remuneración por el usuario, aun cuando son posibles otros modelos económico-financieros. Por ejemplo, una red promovida por un ayuntamiento para sus ciudadanos (¿autoprestación?), que la pagan con sus impuestos o que se financie con publicidad. Se condiciona así el posible efecto sustitutivo entre redes.

Está apareciendo el servicio de voz sobre redes de banda ancha (VoBB), en el que los prestadores no pagan por el uso de la red. En el servicio de acceso en banda ancha los usuarios pagan una tarifa plana por todo el tráfico de cualquier tipo que muevan, lo que podría incluir voz. Pero el VoBB podría producir un efecto sustitutivo sobre el servicio telefónico, por ello en todo el mundo se discute cómo regular la telefonía IP. Curiosamente no existe esa sensibilidad sobre la mencionada sustitución por el servicio móvil, ni sobre sus efectos en el coste y provisión del servicio universal.

Lo absurdo es que la nueva regulación a nivel mundial pretenda promover una mayor competencia pero ignore la realidad tecnológica y de los mercados. Mira más a proteger la oferta convencional que a estimular la demanda de nuevas aplicaciones y servicios. Pensamos que debería cambiar el paradigma, reconociendo que el transporte transparente de información y las nuevas formas de prestación serán los motores del desarrollo.

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