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Columna
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La política española como escenografía

Desde hace varios años los críticos, los aficionados y no pocos directores y cantantes de opera vienen quejándose de la tiranía de los directores de escena y de sus caprichosas imposiciones, que acaban desvirtuando el libreto y relegando a un segundo plano lo que se supone más relevante: o sea, la partitura. Y ello hasta extremos tales que se ha producido una inversión de prioridades, de forma que las fantasías de los escenógrafos -empeñados generalmente en 'lecturas originales' del libreto- chocan de manera irritante con la música y el sentido que en ella cobran los cantantes como prototipos de personajes que encarnan pasiones y miserias humanas.

Todo ello suministra una pauta útil para entender lo que está sucediendo en la escena política española desde que el actual Gobierno comenzó su mandato. Hay, al parecer, un director de escena empeñado en imponer una lectura de la ópera titulada La España federal plurinacional, que, de hecho, ofrece un retrato claramente unilateral de música y partitura.

La puesta en escena presentada está planeada con sumo cuidado pero se basa en elementos en el fondo añejos y muy convencionales, conjugados de forma que su único mérito es la confianza ciega que siempre emana de la existencia de una manera interesada de ver las cosas. Es, en el fondo y en la forma, una visión restringida de la realidad que establece límites muy estrechos a problemas que la partitura presenta con gran libertad, estableciendo jerarquías artificiales a los protagonistas y a los coros y, en consecuencia, rompiendo arbitrariamente la continuidad y la armonía que debería existir entre música, libreto y puesta en escena, en beneficio exclusivo de una apuesta artificial a favor de las fantasías de esta última.

Dicho de otra forma, el escenógrafo ha otorgado un predominio irritante a ciertas interpretaciones del libreto en abierta contraposición a la intención musical, hasta el punto de convertir la representación en una opereta multitemática en red mediante la acumulación de trucos efectistas -por ejemplo, entradas y salidas de figurantes y figurantas vestidos a la última moda, una espontaneidad banal en los diálogos y los gestos o la forzada diferenciación entre los actores y sus papeles originales en el libreto-.

Como era de esperar, tan rebuscado corsé ahorma hasta asfixiarle los movimientos al director de orquesta -recientemente nombrado por sorpresa director musical del teatro por cuatro años-, ante todo porque los compromisos previamente aceptados por este no sólo con el escenógrafo, sino también con el director del coro, el encargado del vestuario o el maestro de baile merman ahora sus posibilidades por mor de una dilución de sus responsabilidades. Cierto que cuenta con un concertino con experiencia internacional, pero ya en los primeros ensayos se han advertido desajustes irritantes entre las diversas secciones instrumentales, y ello no sólo en la de cuerda, donde los instrumentos graves parecen más alineados con las ideas del director de escena que con el sentido de la partitura sino, también, porque algún instrumentista en la sección de viento ha intentado apuntar ambiciones de solista, desentonando manifiestamente.

Durante las primeras representaciones el director de orquesta, según los cánones clásicos responsable del éxito o fracaso de la representación, se ha esforzado en enfrentarse a tan palmario desorden con un talante cuya esencia parece consistir en que las diversas secciones de la orquesta, los cantantes y el coro pueden actuar como elijan. Esa misma ambigüedad se ha reflejado en buena parte de la crítica, que ha empleado argumentos rebuscados para ofrecer al lector interesado un margen de esperanza. En general, se ha intentado ocultar que, por lo visto hasta ahora, estamos ante una visión centrada en el predominio de un teatro posmoderno que trivializa tanto el libreto como la música y, es de temer que, según se vaya desarrollando las sucesivas representaciones, origine encontronazos graves entre las exigencias del director de escena, las promesas hechas a los distintos encargados de los elementos del montaje y las obligaciones del responsable musical, cuya tarea ineludible es armonizar todos los elementos -partitura, orquesta, cantantes, coros y movimientos en escena- en pro de una representación que resulte creíble para todos los espectadores.

Estos, los espectadores, han decidido dar un margen de confianza al director de orquesta no sólo porque resultaría extraño retirarle inmediatamente un apoyo recientemente otorgado, sino por su inveterada afición a las novedades. Cosa muy distinta es si una producción en la cual se han invertido recursos tan elevados tiene el éxito deseado y que resultaría necesario para intentar presentarla en los escenarios internacionales de mayor prestigio sin depender de los habituales representantes de teatros que consideran nuestras operas como meros rellenos a conveniencia de sus programaciones.

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