La nueva competitividad
Las pymes constituyen la mayor parte del tejido industrial de la nueva economía. Su nivel de competitividad determina, por tanto, el del país entero. El autor propone una serie de medidas para su regeneración tecnológica que permitiría resultados a corto plazo
En la nueva economía basada en las tecnologías de la información y la comunicación, los pretéritos complejos industriales están desapareciendo para ser sustituidos por un nuevo sistema de relaciones industriales en forma de red -excelentemente glosado en sus libros por Manuel Castells-, en el que las empresas externalizan cada vez más actividades; lo que conlleva a que la competitividad final de las empresas reside más en la de su entorno -su industria auxiliar- que en la de ellas mismas.
Todo lo dicho conduce necesariamente a las pequeñas y medianas empresas, que constituyen el tejido industrial de la nueva economía y cuyo nivel relativo de competitividad, en última instancia, determina el del país.
La innovación no debe ser promovi-da normativamente y suspendida políticamen-te. Tal es lo que sucede hoy en mate-ria fiscal
La competitividad de una empresa industrial, incluidas las pymes, depende de cuatro factores: su nivel de capitalización tecnológica; la formación de los trabajadores; la intensidad de innovación en procesos y productos, y la flexibilidad de sus relaciones laborales.
El nivel medio de capitalización tecnológica de las pymes en España, sin olvidarnos de algunas, incluso, brillantes excepciones, es más bien bajo en relación con el de nuestros competidores; su esfuerzo formativo escaso; la innovación insuficiente y las relaciones laborales inadecuadas a los nuevos tiempos. Puesto que la globalización económica es inevitable -y además positiva- y las pymes constituyen la mayor parte del tejido industrial, es fundamental abordar la mejora de su competitividad mediante las reformas e incentivos necesarios para su logro.
En primer lugar, incrementando notable y consistentemente el capital tecnológico de las pymes. Para ello, es necesario vencer entre todos la tecnofobia que aún pueda existir, convenciendo con argumentos y hechos que pongan de manifiesto cómo la mejora de productividad que generan las nuevas tecnologías es la única vía de creación de más empleo y mejor remunerado que el que aquellas destruyen. Las evidencias empíricas históricas y actuales no pueden ser más contundentes al respecto, así como todas las teorías económicas del crecimiento de vigencia doctrinal. Un plan renove tecnológico con facilidades financieras y libre amortización fiscal cambiaría para mucho mejor el nivel de competitividad de nuestra economía en un plazo muy corto de tiempo.
Pero una tecnología por sí misma vale de poco si no se utiliza bien, lo que exige la formación específica y permanente de los trabajadores. En nuestro país, ni las empresas ni los sindicatos ni, en última instancia, el Estado hacen demasiado al respecto.
La responsabilidad social de la empresa de hoy no debe residir tanto en el mantenimiento del empleo como en el del nivel de formación necesario para que el trabajador se encuentre siempre habilitado, instruido y entrenado en el uso productivo de las últimas tecnologías, lo que constituye la mejor garantía de continuar empleado, incluso en otra empresa. Los sindicatos, por su parte, debieran interesarse más por la ampliación del tiempo de formación que por la reducción de la jornada laboral.
Un modo de mejorar la formación de los trabajadores españoles, de efectos casi inmediatos, sería costearla con deducciones de las cuotas -empresarial y del trabajador- de la Seguridad Social.
El sentido común y los más recientes estudios empíricos ponen de manifiesto que la tecnología sin innovación produce efectos de menor calado que cuando disfrutan de una relación dialéctica y sinérgica entre ellas. Entre los adoptadores de tecnología y quienes también innovan en procesos y productos -y, por tanto, las generan- existe una diferencia insalvable en términos de competitividad. España nunca ha destacado por su nivel de innovación tecnológica en el pasado, pero hoy dispone de todos los ingredientes -salvo los culturales y políticos- para cambiar el signo de nuestra historia, incluidos relevantes éxitos recientes que habría que reproducir cuanto más mejor. Al respecto, llama la atención que el, aparentemente mejor tratamiento fiscal a la I+D+i entre los países de la OCDE apenas se haya utilizado en la práctica como consecuencia de la actitud política -en contra- del Ministerio de Hacienda.
La innovación no debe ser promovida normativamente y suspendida políticamente. Tal es lo que sucede hoy en materia fiscal. Una adecuada e inmediata resolución de los litigios en este ámbito de las empresas tecnológicas con la Agencia Tributaria permitiría recuperar la credibilidad del sistema.
Por último, el sistema español de relaciones laborales, por su rigidez (posición 25 entre los 28 países de la OCDE), es muy poco favorable a la incorporación de tecnología e innovación en los procesos productivos,
Esta palpable realidad debería paliarse mediante un plan específico de relaciones laborales para pymes, que ensayara algunas medidas a favor de su reconversión tecnológica y, por tanto, de la competitividad de éstas. Además de incentivar la formación, los posibles despidos por fundadas razones de reconversión tecnológica debieran resolverse mediante la reducción, vía compartición de su coste, quizás a medias, por la empresa y el Estado.
Las medidas propuestas permitirían en un plazo de tiempo muy corto, tal vez uno o dos años, una regeneración tecnológica que ofrecería resultados muy positivos, incluida la creación de nuevos empleos poco tiempo después. Con todo ello se habría conseguido una nueva posición competitiva de España al borde de la excelencia y de enorme potencialidad de cara a un futuro lleno de oportunidades, para quienes estén dispuestos a cosecharlas.