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Columna
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Constitución y abstención

La aprobación del proyecto constitucional supone una gran noticia para Europa. Para hacer comprender mejor a los ciudadanos su significado, el autor propone que la Constitución sea aprobada en un referéndum paneuropeo, con listas europeas y partidos europeos

La aprobación del proyecto de una Constitución para Europa es sin duda una gran noticia, la primera buena noticia política de este siglo. Después de la abstención en las pasadas elecciones, un nuevo fracaso del Consejo Europeo hubiese sido letal para el proyecto europeo.

Pero si el acuerdo se hubiera producido antes, y no una semana después de las elecciones europeas, hubiese podido ser el sujeto central de su debate.

Todos aceptan, como establecen los tratados, que los comisarios no representan a su país, pero todos los países quieren tener el suyo

Quizá así no hubiesen derivado, en todos los países, hacia cuestiones estrictamente nacionales y ser utilizadas para sancionar a los Gobiernos que, con la casi única excepción de España, han sido los grandes perdedores de esas elecciones.

En el Reino Unido, Alemania y Polonia, los partidos laboristas y socialdemócratas gobernantes sufren un verdadero descalabro. Pero lo mismo les pasa a Chirac y Berlusconi, doblado en votos por la lista que encabezaba, virtualmente, su rival Prodi.

En todas partes la abstención y el voto-sanción, con la sola excepción, insisto, de España, han sido acompañados del aumento de los movimientos populistas y antieuropeos que suelen ir de la mano de la extrema derecha. Especialmente alto ha sido el desinterés y el voto populista-contestatario en los países del Este y sobre todo en Polonia.

No parece que estemos viviendo uno de esos momentos en los que se alumbra una Constitución en medio de la crisis, la agitación y el entusiasmo. Como cuando la Convención de Filadelfia dio luz a la Constitución de los actuales Estados Unidos, cuando la de Versalles marcó el fin del régimen absolutista, y cuando, acabada la dictadura, nació nuestra actual Constitución democrática.

Es raro que una Constitución nazca entre la indiferencia y la apatía de los pueblos, como está ocurriendo con la Constitución europea. Pero, en realidad, la Constitución europea todavía no ha nacido. Simplemente los Gobiernos se han puesto de acuerdo en un proyecto que cabe en el espacio delimitado por la multitud de líneas rojas que unos y otros, sobre todo los británicos, han trazado. Pero todavía queda un largo camino por recorrer antes de que esté en vigor y en el que los pueblos tendrán que pronunciarse.

El acuerdo de Bruselas es el resultado de una negociación intergubernamental sin movilización política ciudadana; el debate sólo ha trascendido en los aspectos relacionados con el reparto del poder entre los Estados miembros, y la unanimidad conseguida no puede ocultar la profunda división ni las reticencias nacionales que sufre hoy Europa.

Por esta división el Consejo no ha podido proponer al Parlamento un nuevo presidente de la Comisión, reproduciendo el enfrentamiento entre el eje franco-alemán y la alianza Blair-Berlusconi-Polonia nacida durante la guerra de Irak .

La única novedad es el cambio de posición de España, cuyo nuevo Gobierno se encuentra en la confortable situación de quien puede ser decisivo en el acuerdo final.

Las reticencias nacionales se han manifestado en el mantenimiento de la unanimidad en temas fiscales, financieros, sociales, de política exterior y de defensa. Y con una Comisión que tendrá, durante ¡10 años más! tantos miembros como Estados, lo que le quitará eficacia y debilitará su función de representante del interés general europeo.

Es una de las paradojas de Europa. Todos aceptan, como establecen los tratados, que los comisarios no representan a su país pero todos los países quieren tener el suyo. Y puestos a que la Comisión se convierta en una asamblea de representantes permanentes de los Estados, ¿puede seriamente funcionar con 20 comisarios de países que suman el 30% de la población y cinco del 70% restante?

En la cuestión del reparto del poder entre países, la fórmula finalmente decidida es un éxito diplomático del Gobierno español porque mejora la posición de España con respecto a la propuesta de la Convención, se evitan los directorios de dos o tres grandes países y mantenemos la capacidad de influencia necesaria en las decisiones más importantes.

El precio para dejar a todos satisfechos ha sido complicar el sistema, añadiéndole condiciones adicionales a los porcentajes del 55% de los países y el 65% de la población. Como decía el presidente de Luxemburgo, será difícil la tarea del que tenga que explicarlo a sus ciudadanos en un referéndum.

Pero, por difícil que sea, será necesario si no queremos perder una nueva oportunidad de que los europeos se comprometan con Europa, la entiendan mejor y por ello la acepten o la rechacen. Si esta Constitución europea está por encima de la española, que aprobamos por referéndum, ¿cómo justificar no hacer lo mismo con la europea?

La operación tiene sin duda su riesgo, pero no hacerlo es seguir construyendo una Europa por acuerdos alambicados entre sus élites, sin que los ciudadanos se sientan parte de un proyecto que les afecta mucho más de lo que ellos creen.

Lo ideal sería un referéndum paneuropeo y que las elecciones salieran de su marco nacional con listas europeas y partidos europeos. Y que dejásemos de debatir sobre cuestiones tan poco relacionadas con Europa como las cuentas de la Seguridad Social de hace muchos años o de las selecciones deportivas autonómicas.

Sólo así la Constitución servirá para vencer a la abstención.

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