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Tribuna
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¿Política de obras o de transporte?

Para quien llega de fuera, Chile es el país más impactante de América Latina. Lo civilizado de su democracia, la transparencia de su Administración, el equilibrio de sus cuentas públicas, el crecimiento sostenido de su PIB, la prosperidad de sus habitantes, contrastan vivamente con un entorno regional de indicadores rojos. Y Santiago, la capital, es digno espejo de la república, todo en ella derrocha tecnología punta, orden, seguridad... todo es primer mundo salvo el transporte. Viejos autobuses sobre los que descollan humeantes chimeneas escupiendo un petróleo inmundo, compiten criminalmente en las grandes alamedas a la caza de cliente siguiendo reglas de mercado.

Consciente de la situación, que a más de insostenible de por sí, ataca los flujos económicos al estrangular la movilidad de la población, Ricardo Lagos -que antes de presidente fue ministro de Obras Públicas- decidió ponerle remedio. Un primer proyecto lo presentó una constructora española allí asentada, que primando obra sobre servicio propuso horadar Santiago, y cobrarse la factura por túneles y autopistas en monopolio del transporte público. Tras alguna vacilación, el plan disgusto al presidente que, sabedor de que en política de transporte la obra nunca debe preceder al servicio por no ser en sí misma garantía de movilidad, hizo uso de su autoridad para desecharla. La alternativa se llama Transantiago, un proyecto innovador (www.transatiago.cl) que puede iluminar bastante acerca de lo que está sucediendo en España.

Sirviéndose de los generosos fondos comunitarios, el Gobierno popular inició, de forma vacilante en la primera legislatura, y con paso firme en la segunda, una política de obras destinada a extender la alta velocidad ferroviaria a la totalidad el territorio nacional. Todas las capitales de provincia debían estar conectadas por AVE, prometía el anterior titular de Fomento. La alta velocidad era la modernidad, serviría para traer el progreso, para desencadenar una transformación en la vida de los españoles como la que había causado en las ciudades del corredor Madrid-Sevilla, sin que la enorme dimensión de la red prevista pudiera repercutir en demoras de tiempo. Nadie parece haberse opuesto a ello, pero sin embargo y desde una perspectiva técnica, tres son los reparos que convendría tener presentes. Primero, el transporte en alta velocidad es uno de los modos alternativos que dispone un sistema integrado de transporte estructurado en forma de mercado; poner todo el énfasis en este modo supone privar de recursos públicos a los otros. Segundo, los usuarios del mercado de transporte eligen modo en razón de criterios de rapidez, flexibilidad y precio; si el AVE va a ser el único o principal modo disponible, debiera garantizarse al consumidor futuro idénticas frecuencias, disponibilidad de trenes y precios a los hoy vigentes, y eso va a costar dinero. Y tercero, contra lo hasta ahora dicho, el AVE no es sinónimo universal de modernidad no contaminante, sino sólo un proyecto de ciertas naciones europeas que cómo Francia o Alemania revierten en sus industrias -Alstom o Siemens- los cuantiosos déficit de explotación, y que también quema energía sucia; allí dónde sus efectos han sido neutralmente estudiados, por ejemplo Suecia hace décadas o Australia hace dos años, otra cosa se ha hecho.

Poner todo el énfasis en la alta velocidad supone privar de recursos públicos a los otros sistemas

¿Quiere decir esto un no al AVE? Todo lo contrario. El AVE puede ser un modo excelente para determinados nichos de mercado, pero no concebirse como el único modo de transporte, salvo que se renuncie a financiar el transporte urbano -la gran asignatura pendiente de la democracia-, a mejorar la dotación técnica de nuestros aeropuertos, a construir autopistas que no sean de pago.

Pero para que ello sea así se requieren al menos dos condiciones. De una parte, que la decisión se tome con la publicidad que dan la luz y los taquígrafos, porque no es legitimo en una democracia consolidada que una decisión de oferta que comporta la cuantía de varios Presupuestos anuales se adopte por orden de un ministro que hoy está y mañana no. De otra, que como enseña Carmen Miralles (Ciudad y Transporte. Barcelona 2002) los estudios de movilidad preceden siempre a la programación de la infraestructura, porque como muy bien saben los que de estos temas se ocupan, una cosa es hacer obras y otra bien distinta hacer política de transporte.

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