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Tribuna
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Las crisis bancarias y el 'caso Eurobank'

España tiene amplia tradición y experiencia en el tratamiento de las crisis bancarias. No en vano vivió en los últimos años setenta y principios de los ochenta una de las mayores crisis de Europa, que se saldó con la desaparición de más de 50 bancos y la aplicación de sustanciosos recursos para evitar la desestabilización generalizada de nuestro sistema crediticio. El modelo utilizado entonces consistió en salvaguardar los intereses de los depositantes y evitar los despidos masivos de empleados.

Pero, con posterioridad, y exceptuado el caso Banesto por su importancia y repercusión pública, las crisis bancarias se vienen enfocando de forma más aséptica por parte de los poderes públicos, con mayor riesgo para los depositantes y también para los empleados de las entidades afectadas. La aceptación de ésta práctica de resolución de las crisis no parece recibir suficiente apoyo de la sociedad, que percibe un tratamiento desigual, según la dimensión de la entidad de crédito.

Como consecuencia de aquella experiencia, se ha llegado a una regulación exhaustiva de procedimientos y actuaciones de las entidades para reforzar su solvencia y facilitar la labor de supervisión para prever los problemas y adoptar medidas que eviten los perjuicios de todo orden por el estallido de una crisis bancaria, no siendo el menor de ellos la pérdida de confianza. Por eso, nuestro sistema funciona con bastantes garantías y no son previsibles problemas generalizados de solvencia y/o liquidez.

Pero esa realidad positiva hace menos explicable que el nacimiento y desarrollo de las crisis de entidades de pequeña dimensión transmitan cierta impresión de ineficiencia del poder público que, en el debate sobre mayor o menor intervención cerca de los administradores privados, parece decantarse por esto último. Algo que, doctrinal y legalmente, puede ser defendible, aunque en la práctica produce daños innecesarios y un quebrantamiento de confianza de la sociedad española poco versada en las concepciones liberales, sobre todo si éstas afectan a los ahorros de las familias y a la estabilidad en el empleo.

Para nadie es un secreto que los problemas de una entidad de crédito se embalsan durante un tiempo notablemente superior a los de cualquier otro tipo de empresas, y de ahí la importancia del régimen de supervisión, acompañado, en su caso, de medidas cautelares para cercenar las actuaciones dilatorias o fraudulentas de malos administradores, incluso después de estallada la crisis. La sustitución de éstos bien por el órgano supervisor bien por la autoridad judicial en el procedimiento concursal es ineludible, si se quiere controlar y reconducir la situación o anticiparse a la propia crisis.

El caso Eurobank que aparece y desaparece de la actualidad como un Guadiana financiero ha sido una crisis singular, pues se trata de un banco, sometido a la inspección del Banco de España, relacionado con un conjunto de mutuas, supervisadas por la Generalidad de Cataluña, lo que ha complicado la intervención enérgica de las autoridades por la aparente confusión entre banco y mutuas, aunque parece que el nudo gordiano se sitúa en el papel instrumental jugado por el banco. En todo caso, estamos en el juego de los pasivos bancarios, garantizados por el Fondo de Garantía de Depósitos, y los no bancarios dependientes de las mutuas, no cubiertos por aquella garantía.

Puede que la falta de antecedentes en atajar y controlar la crisis de una entidad directa o indirectamente supervisada por dos Administraciones, estatal y autonómica, esté en el origen de la imagen negativa que se proyecta en el desarrollo de la crisis del Eurobank, Sin esos condicionantes, es posible que, dada la pequeña dimensión de ese banco, el Banco de España, muy curtido en la materia, hubiera actuado con la presteza y contundencia de crisis anteriores.

Confirmando los pronósticos pesimistas, se advierte que el procedimiento de la suspensión, manejado por los administradores responsables de la crisis, transmite imagen de dilación y deterioro que, además del daño a los acreedores, suscita desconfianza en la capacidad de los poderes públicos para resolver una situación que, probablemente, con una coordinación adecuada y más energía resolutiva no hubiera desembocado en un estado de cosas que daña el crédito de las pequeñas y medianas entidades, amén de la extensión del sentimiento de indefensión de sus clientes, sin beneficio para el conjunto del sistema.

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