Vivienda y erario de las familias
La espectacular carrera desatada por los precios de la vivienda en España no tiene parangón contemporáneo en ningún país europeo, excepción puntual de Irlanda, y ha colocado a la economía familiar en una situación delicada. La estabilidad macroeconómica generada en los últimos años con la entrada en el euro; la financiación nominal en mínimos históricos en un país acostumbrado a un precio del dinero de dos dígitos; la fuerte creación de empleo y de demanda inmobiliaria, y la pasividad de las rentabilidades proporcionadas por otros activos financieros, amén de un arraigo cultural encauzado ciegamente hacia la propiedad, han contribuido a que los precios de los inmuebles se hayan duplicado en cinco años.
Este boom inmobiliario ha alentado activamente el crecimiento económico, y a su vez es hijo natural de éste. Pero este fenómeno es una espada que corta por los dos lados: enriquece y empobrece. También ha llevado la deuda familiar a tasas europeas y a unos esfuerzos individuales de los hogares descomunales para financiar los bienes adquiridos, que condicionan el comportamiento económico de estos agentes por décadas.
Hasta el Banco de España ha mostrado reiterada preocupación (reconoce una sobrevaloración de los activos de cerca de un 20%) y la semana pasada recomendó cautela en la toma de crédito a las familias, y celo en la medida del riesgo en la concesión a la banca, pese a que ésta obtiene crecientes beneficios del mercado hipotecario y que la dudosidad del crédito está en mínimos. En términos agregados, la situación financiera de las familias es saneada: tienen más depósitos y efectivo que deuda hipotecaria y su riqueza financiera neta es generosa. Pero es cierto que los colectivos entre 25 y 50 años son los que soportan los pasivos, mientras que los activos están en cohortes de más edad.