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Columna
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Entre el pacto y la Constitución

Josep Borrell

La UE necesita un avance como el que representa el texto constitucional para dar sentido político a la gran Europa. El próximo año será decisivo para la Unión, pero depende, según el autor, de los pasos que dé la Cumbre de Bruselas de esta semana

El año que pronto va a llegar será decisivo en la historia de Europa y sus pueblos. A finales de 2004 la UE tendrá 10 nuevos Estados, habrá elegido un nuevo Parlamento, dotado de mayores poderes, y tendrá una nueva Comisión, más numerosa, encargada de poner en marcha las importantes reformas en las políticas comunitarias.

Pero, sobre todo, quizá los europeos hayan adoptado su primera Constitución, para dar sentido político a la gran Europa. Depende de lo que ocurra este fin de semana en Bruselas, fase final de la presidencia italiana, y de una conferencia intergubernamental que mantiene las espadas en alto sobre temas decisivos de la arquitectura política de la UE ampliada.

Lo ocurrido con el Pacto de Estabilidad no va a facilitar el acuerdo sobre el futuro texto constitucional de la UE

Llegará a la Cumbre de Bruselas celebrando los funerales del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC). Y lo ocurrido con éste no va a facilitar los acuerdos sobre la futura Constitución. Pero habrá servido para demostrar que el proyecto de la Convención se quedó corto en el gran tema del gobierno económico de Europa. El PEC ha muerto porque no era adecuado para coordinar las políticas económicas en la unión monetaria. Y ahora, más que nunca, nos enfrentamos a ese problema.

Si la Constitución hubiera estado en vigor no hubiese sido posible que un Estado fuese a la vez juez y parte de su proceso. En efecto, una de las paradojas del PEC era que la propuesta de sanción a un Estado por incurrir en déficit excesivo debía también ser votada por el infractor. Si este fuese pequeño y pintara poco, lo probable es que el Consejo aprobase la sanción propuesta por la Comisión. Pero si fueran varios y poderosos seguramente formarían una coalición, uniendo a ella a los que estaban poniendo sus barbas a remojar, para rechazar las sanciones dejando en suspenso la aplicación de las normas y a la Comisión colgada de la brocha. Es lo ocurrido con el PEC.

En el Consejo Europeo nadie se opuso a que la Comisión actuara contra Irlanda y Portugal. Y nuestros vecinos tuvieron que aplicarse una cura de caballo. Pero cuando han sido Francia y Alemania, una mayoría raspada, 60 contra 40, formada por ellos mismos más Bélgica y Luxemburgo, vecinos y amigos, e Italia y Portugal, que están en las mismas dificultades, han decidido suspender el pacto.

Es también paradójico que lo haya liquidado Alemania, que lo exigió tras el aprobado general en los criterios de convergencia de Maastricht. No se fiaban de los 'manirrotos' e 'insolventes' del Sur, tan proclives a devaluar para salir del paso. Por eso insistieron en que fuera vinculante y se aplicara de forma cuasi automática. Pero siete años después, Alemania impone una lectura política de la norma, como en su día defendieron los Gobiernos socialistas franceses.

Alemania ha considerado humillante un procedimiento de sanción, a pesar de su difícil situación, del esfuerzo en sus reformas y de ser el país que más contribuye al Presupuesto común. Es también paradójico reprocharle que tenga demasiado déficit cuando en parte se invierte, vía Bruselas, en infraestructuras de los países, como España, que más duramente la critican. Así es difícil que acepte ampliar el Presupuesto de la UE.

La Comisión ha hecho lo que tenía que hacer, pero es la gran perdedora de este litigio. El comportamiento de su errático presidente ha sido también paradójico: calificar el pacto de 'estúpido' y reconocer que era demasiado rígido y nada adaptado a la coyuntura, pero cuestionar a la vez a Francia y Alemania cuando éstas reforzaban su solidaridad.

Hay en lo ocurrido con el pacto una voluntad franco-alemana de reafirmar su papel en una Unión que no puede avanzar ni sobrevivir sin ellos. Pero también conviene revisar lo bien fundado de las reglas y modificarlas si no se pueden cumplir, o sería incluso malo para la economía europea que se cumplieran a rajatabla. Las rebajas de impuestos, las reformas estructurales, la debilidad de la coyuntura económica mundial y la reducción de los déficit eran incompatibles. Hacía tiempo que el pacto agonizaba, pero todos aseguraban su buena salud porque para cambiarlo hacía falta una unanimidad imposible.

Las propuestas de modificación han sido múltiples, pero nadie ha querido embarcarse en una discusión a fondo porque sabían que, con el actual sistema de gobierno europeo, no llevaría a ninguna parte. Hasta ahora, Europa ha pretendido tener un gobierno sin Gobierno: fijar reglas rígidas que se pretende sirvan para cualquier circunstancia, en vez de asumir que las pérdidas de soberanía de los Estados debían traducirse en soberanía europea, capacidad de decisión conjunta, democráticamente controlada, capaz de hacer frente a la evolución de los acontecimientos, que es lo propio de los Gobiernos.

Y este esquema es el que debería poder superar una Europa más política. Por eso nos hace falta un avance como el del texto constitucional, no tan profundo como hubiésemos querido pero, sin duda, mejor que lo que hemos heredado de Niza. Ojalá que esta esperanza no se frustre este fin de semana en Bruselas.

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