Pelota en el aire, muerte en la mar
No dejan de llegar cadáveres a la costa gaditana desde que el sábado naufragó una patera con 50 inmigrantes. Mientras el horror de esta última tragedia se sigue transmitiendo a diario por los medios, la única reacción de los Gobiernos, español y marroquí, ha sido cruzarse imputaciones, tal vez con su correspondiente parte de razón, pero sin dar un paso en sus respectivas responsabilidades.
El ministro del Interior español, Ángel Acebes, ha conminado a las autoridades de Rabat a controlar mejor sus fronteras y el ministro portavoz del Ejecutivo marroquí, Nabil Benabdallah, le ha devuelto la pelota recabando de España y de la UE más cooperación económica.
Es verdad que son abundantes los datos y testimonios que avalan la impresión sobre la vista gorda de la gendarmería marroquí ante la incesante salida de pateras de su costa, aunque son miles de kilómetros a vigilar tanto en el norte del país como en sus fronteras terrestres del sur, utilizadas por los subsaharianos en su égida a Europa.
Las objetivas dificultades que tal control comportaría en un país desarrollado se acrecientan en uno con muchos menos recursos. Y mientras el norte rico no contribuya decididamente a generar oportunidades de desarrollo en el sur pobre y se distribuya mejor la riqueza, seguirán aumentando los flujos migratorios. Pero esas soluciones a largo -más lejanas en el tiempo por cuanto siguen sin acometerse- no eximen al Gobierno de Mohamed VI de mayor aplicación contra los traficantes de seres humanos, ni al de Aznar de la parálisis en el desarrollo de los programas bilaterales suscritos el pasado año para prevenir la inmigración ilegal.
Tampoco en el debate político nacional hace otra cosa nuestro Gobierno que despejar los balones que ocasionalmente le lanzan la oposición y las organizaciones sociales sobre su no-política de inmigración. Van cuatro reformas de la Ley de Extranjería desde que hace tres años sustituyeran la consensuada 4/2000 por la más restrictiva 8/2000, impugnada ante el Constitucional. La ruptura de aquel consenso comenzó con las acusaciones lanzadas por el entonces ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, contra su colega de gabinete, Manuel Pimentel, por haber fraguado el acuerdo entre todas las fuerzas políticas y sociales, atendiendo a la inmigración no como un problema a evitar sino como un reto ineludible que debía ser encajado por la sociedad española para encauzarlo con realismo y propiciando sus efectos más beneficiosos.
Creyó Mayor Oreja que la previsión del que fuera ministro de Trabajo, de que sería necesario un millón de inmigrantes en diez años, era una locura imposible de digerir por nuestro país. Ahora, que ya hemos recibido alrededor de 420.000 de la UE y más de 850.000 extracomunitarios empadronados, habiendo contribuido en un 21% al aumento de la población activa en la última década, se pone en evidencia la miopía que terminó imponiéndose en el Gobierno y su rancio enfoque conservador del fenómeno de la inmigración. Con el endurecimiento de la legislación no se limita el efecto llamada cuando la extrema pobreza expulsa a las gentes de sus lugares de origen y se sigue necesitando mano de obra en países como el nuestro (1,2 millones de aquí a 2012, según el informe de Manpower, publicado en marzo).