La Cumbre Europea
El escaso resultado del Consejo Europeo de Bruselas no debe interpretarse de manera negativa. El autor destaca como positivo que todos los países, incluida España, hayan declarado una actitud flexible para dar un marco estable de acogida a los nuevos miembros
Transcurrido menos de una semana desde su realización, la Cumbre Europea de Bruselas parece estar ya olvidada. Quizá la principal razón es que la mayor parte de los problemas que se suponía que tenían que plantearse en el transcurso de la misma no pasaron en su exposición y abordaje de una mera declaración de posiciones de los diversos países, quedando su resolución final para la próxima cumbre que culminará el periodo de presidencia de Italia.
Este resultado un tanto plano no debería, sin embargo, interpretarse de manera negativa. Los principales problemas asociados a los procedimientos de decisión y de participación en el poder de las diversas instituciones europeas (Consejo, Parlamento, Comisión) que tienen su origen en el desafío que representa para el funcionamiento de la Unión Europea, su ampliación de golpe a 25 países, no estaban suficientemente madurados ni discutidos en la búsqueda del consenso que ha caracterizado las grandes decisiones europeas en el pasado, como el Acta æscaron;nica, el Tratado de Maastrich o el de Amsterdam.
España defendió bien sus intereses en el Acuerdo de Niza, pero corre el peligro de perder parte de lo obtenido entonces
En todos los casos se trata de piezas decisivas en la transformación de la naturaleza de la UE, que precisaban de un proceso negociador previo y un largo periodo de aproximación de posiciones tomando en consideración los intereses y deseos legítimos de todos los miembros.
En el proceso de discusión de la nueva configuración de los órganos decisorios que ante la ampliación de la UE se está llevando a cabo no han faltado contactos ni negociaciones, pero lo cierto es que en el camino se han cruzado algunos acontecimientos que no han facilitado precisamente el consenso. Me refiero, como el lector ya adivinará, a los problemas y desalineamientos entre los diversos países surgidos con ocasión de la invasión de Irak, a los recelos que han levantado las cumbres e iniciativas franco-alemanas de los 12 últimos meses y, desde luego, al proceso constitucional que en paralelo ha desarrollado la Convención presidida por Valery Giscard d'Estaing.
Estados Unidos no se pararon en barras a la hora de conseguir una alianza para sus propósitos en Irak, aunque ello supusiera la ruptura del frente habitualmente común en política exterior y en defensa de los países de la UE (dejando a un lado la tradicional excepción francesa en el tema de la OTAN). Consiguieron el apoyo entusiasta del Reino Unido y de España a sus posiciones, el beneplácito de Italia y, lo que fue quizá más grave, indujeron la presentación de la Carta de los Ocho que firmaron también algunos de los nuevos miembros.
La impresión que produjo la UE en aquellos días fue desastrosa. Pero las cosas no se detuvieron aquí, como era de esperar, sino que tal situación produjo un reforzamiento de la alianza franco-alemana, el lanzamiento de nuevas propuestas conjuntas, el deseo de reforzar y hacer todavía más patente el liderazgo del eje franco-alemán y las consecuencias previsibles y no siempre gratas para los países miembros medianos y pequeños.
En este contexto de desavenencias y ausencia de rumbo claro fue avanzando la última etapa de su trabajo la Convención elaborando una Constitución que, entre sus disposiciones, incluía propuestas en contradicción con acuerdos anteriores, como el de Niza, que se habían alcanzado en circunstancias muy diferentes de las que han prevalecido en la UE en este poco afortunado año 2003. Esta nueva contradicción en el seno de la UE todavía no se ha podido resolver y no es imposible que pudiera llegar a retrasar el calendario de integración europea o tener un efecto negativo sobre el proceso de ampliación hoy imparable.
España, que hizo una buena negociación de sus intereses en el Acuerdo de Niza, se ha encontrado como consecuencia de todos estos acontecimientos y también a causa de las decisiones del Gobierno Aznar en relación con el tema de la invasión de Irak y del deterioro de sus relaciones con el eje franco-alemán, en la desagradable situación de poder perder parte de las ganancias alcanzadas en Niza. Y, sobre todo, de perder la confianza depositada en ella como un socio leal, sin peculiaridades a la inglesa, que, por lo demás, a un país del tamaño de España difícilmente se lo consentirían. Una confianza que había ido construyendo a lo largo de casi dos decenios de cooperación imaginativa que le habían permitido jugar un papel por encima de su propio peso específico como quedó de manifiesto en el mismo Acuerdo de Niza.
Por eso es seguramente bueno para todos, y también para España, que la resolución de estos problemas se haya pospuesto, aunque sea unas semanas, y que todos los países incluido el nuestro hayan declarado una actitud flexible para concluir la Constitución y dar un marco de acogida justo y estable a los nuevos países de la ampliación.