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Columna
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La violencia contra la mujer

Con periodicidad preocupante surgen noticias sobre mujeres víctimas de la violencia y, pese a la respuesta ciudadana, como ha ocurrido en Coín (Málaga) con la tragedia de Sonia Carabantes, no se produce la reacción necesaria para erradicar esta lacra social.

Algunas de las cifras disponibles no son muy representativas de la auténtica dimensión del problema. Por ejemplo, los últimos años, el volumen de denuncias por abuso, acoso y agresión sexual a mujeres ronda la cifra de 6.000 anuales, pero el propio Ministerio del Interior, que facilita estos datos, los denomina 'delitos conocidos', dando idea de los muchos que se pueden estar cometiendo sin que se lleguen nunca a saber. Problema similar de infraestimación parecen tener las denuncias que ante la policía por malos tratos de maridos a sus esposas, que a principios de los ochenta superaban las 10.000 anuales y, hoy pueden estar cerca de 17.000.

Según la macroencuesta del Instituto de la Mujer titulada Violencia contra las mujeres, un 4% de las mujeres de 18 y más años declararon haber sufrido malos tratos físicos o psíquicos durante 2002, lo que nos situaría en una cifra próxima a las 700.000 mujeres, y un 11,1% dijeron haber sido objeto en alguna ocasión de situaciones vejatorias, lo que implica a casi dos millones de mujeres.

Estas cifras escandalosas pueden considerarse un mínimo, porque, a pesar de las garantías de confidencialidad, cabe suponer que bastantes mujeres, por el miedo de sentirse amenazadas, no se atrevan a declarar al entrevistador que son víctimas de algún tipo de violencia.

La dimensión de esta dramática situación merece esfuerzos por investigar las causas del problema para poder actuar de una manera eficaz en su erradicación. La citada encuesta del Instituto de la Mujer proporciona algunos indicios sobre la tipología de los maltratadores, como niveles bajos de estudios (muchas veces inferiores a los de sus cónyuges femeninas), paro, alcoholismo, etcétera, pero se requeriría más información, por otro lado disponible en los expedientes policiales y judiciales, para elaborar perfiles ajustados a la realidad de los maltratadores y de sus víctimas.

Del mismo modo, sería deseable estudiar con carácter global todo el proceso de formación y disolución familiar, sobre todo esas separaciones que tanto alarman a quienes añoran la indisolubilidad del matrimonio, ignorando que, por dolorosas que sean, son inevitables cuando la convivencia se ha hecho imposible.

Se trata, en definitiva, de buscar las raíces de un problema para el que poco sirve aumentar las dotaciones de policías y el número de cárceles. Todo parece indicar que la mentalidad de muchos españoles es reacia a asimilar los nuevos comportamientos femeninos en cuanto a su formación educativa, integración laboral, nuevo planteamiento ante la función doméstica y, sobre todo, la reivindicación de una libertad hasta hace poco muy limitada. Y las mentalidades sólo pueden cultivarse a través de la educación, la cultura y unos medios de comunicación de gran capacidad de penetración, sobre todo una televisión que, a estos efectos, parece estar actuando de forma muy negativa.

Hablando de cultura, y sin esperar los dos años que restan para que se celebre el cuarto centenario de la publicación del Quijote, se puede concluir este comentario citando el episodio del entierro del pobre Grisóstomo, al que acude don Quijote, conmovido por el suicidio al que le había llevado la ingratitud de Marcela, 'enemiga mortal del linaje humano'.

Aparece Marcela en el entierro y, dirigiéndose a todos los amigos de Grisóstomo, dice no entender 'que por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama', y reivindica su condición de ser humano: 'Yo nací libre'.

No necesitó más Don Quijote, quien, en altas e inteligibles voces, puesta la mano en el puño de su espada, amenazó a aquellos que, sin entender lo que Marcela había dicho, pretendían ir tras ella: 'ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía'.

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