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Columna
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El corto y el largo plazo

Escuchando a algunos responsables de la política económica, uno podría llegar a la conclusión de que este es un país sin problemas o, al menos, que estos son más bien escasos con relación a los que afrontan otros países de nuestro entorno.

Nuestro crecimiento es sustancialmente superior al del resto de países de la unión monetaria y, en un contexto de clara desaceleración económica, somos capaces de crear empleo.

Dejando a un lado posibles mecanismos de despresupuestación, mantenemos el equilibrio presupuestario habiendo recortado el impuesto sobre la renta de las personas físicas y observamos un impresionante dinamismo del sector de la construcción apoyado en unos tipos de interés muy reducidos.

Una vez asimilados los beneficios del descenso permanente de los tipos de interés y con la ampliación de la UE en marcha, ¿de dónde obtendremos el siguiente impulso?

La demanda interna creció en España cerca del 3% en el primer trimestre de este año, mientras en otras latitudes se habla de recesión.

Todas estas son, sin duda, buenas noticias y, sin embargo, uno no puede dejar de preguntarse si no estaremos cayendo en una autocomplacencia de corto plazo y olvidándonos, por un lado, de cuáles han sido los factores que nos han llevado donde estamos y, por otro, de los retos que tenemos por delante y los problemas que podemos no estar afrontando adecuadamente.

Porque por el lado de los factores que nos han llevado donde estamos, sin duda, el descenso del nivel de los tipos de interés reales, percibido como permanente por los agentes económicos, ha tenido una importancia capital.

No sólo es una señal de mayor estabilidad macroeconómica percibida, sino que, por un lado, incita, en una respuesta racional, a la adquisición agresiva de activos con rendimiento explícito (rentas) o implícito (como sería el caso de la compra de una vivienda) y, por otro, permite progresivamente reducir el coste del endeudamiento público: un país con una deuda pública del 60% de su PIB y unos tipos al 10% debe afrontar unos gastos por intereses equivalentes a un 3,6% de PIB superiores a cuando los tipos están al 4%.

Pero una parte significativa de estas ganancias es parecida a la que experimenta un bono con cupón fijo: si disminuyen rápidamente los tipos de interés, el precio del bono sube bruscamente, para luego estabilizarse. Siguiendo con esta analogía, y una vez asimilados u obtenidos los beneficios del descenso permanente de los tipos de interés..., ¿de dónde obtendremos el siguiente impulso?

Si nuestro nuevo impulso debe venir por el crecimiento de la productividad, verdadera base para el crecimiento de la renta per cápita a largo plazo, entonces nuestra experiencia en los últimos años es más bien desalentadora, pues no sólo estamos en los últimos puestos en la Unión Europea (UE) en niveles, sino también en tasas de crecimiento de la misma.

Adicionalmente, la ampliación de la UE a pocos años vista puede someter a la economía española a un test de dimensiones considerables. La ampliación al Este de Europa supondrá, simplificadamente, menos recursos y más competencia.

Menos recursos porque los fondos de cohesión que hemos estado recibiendo (cerca del 1% del PIB cada año) se canalizarán hacia otros países con mayores necesidades.

Más competencia porque los países entrantes tienen unos costes de la mano de obra significativamente inferiores a los nuestros y nuestra producción no se diferencia de la suya tanto como pueden hacerlo la alemana o la francesa.

Desde esta perspectiva, quizá esta, en cierta medida sana, autocomplacencia de la que hablaba al principio debería acompañarse de la exigencia de un discurso que permitiera inferir una estrategia para afrontar estos retos. Unos retos que, dicho sea de paso, no parece que vayan a materializarse en el año 2050.

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