Contra (algunos) campeones nacionales
Ya va siendo hora de que clarifiquemos algunas cosas y abandonemos la ambigüedad y oscuridad (por no decir arbitrariedad) que caracterizan a los criterios políticos y a las preferencias económicas mantenidas por el Gobierno.
Con demasiada frecuencia asistimos a un discurso impecable que pretende justificar los comportamientos de los responsables de la política económica en razón de su contribución a la ampliación y garantía de la libre competencia. En la medida en que economistas y legos en la materia hemos interiorizado que la competencia, en una economía de mercado, es la suma de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, como nos enseñó Smith, primero, y delimitaron con precisión una larga pléyade de economistas desde Pareto y Walras hasta Arrow y Debreu, apenas hay razones que objetar a un discurso de semejante corte general.
Los políticos que afirmen que están buscando con sus acciones la preservación de la competencia o su instauración donde no exista tendrán al auditorio de su parte. Claro que en el nombre de la competencia -como en el de las religiones- se han llevado a cabo algunos de los mayores desmanes de la historia de la humanidad.
Por su tamaño, la economía española no puede crear unidades significativas en todos los sectores sin que peligren los intereses de los consumidores Los procesos de enajenación de empresas públicas han sido la ocasión para articular un núcleo de poder económico en sintonía con el político
Por venir a lo doméstico: el Gobierno dice estar de acuerdo en que la lucha contra la inflación y la mejora de la eficiencia económica en nuestro país exigen reformas estructurales que afectan a múltiples sectores para garantizar, precisamente, el juego de la competencia entre los distintos actores.
Más aún, se jacta de que algunas de las reformas llevadas a cabo, ya en la organización institucional de la defensa de la competencia, ya en la configuración de algunos sectores de actividad (desde los notarios a los talleres de reparación de coches y desde la electricidad al petróleo, al gas y a las telecomunicaciones), no sólo han configurado paquetes reformadores que merecen el calificativo de históricos, sino que a ellos se debe en no poca medida la virtuosa marcha de la economía española en estos años de gracia y de gobierno del Partido Popular.
Pero como lo doméstico es muy reconocible, se hace muy cuesta arriba la identificación de los solemnes discursos en favor de la competencia con las prácticas observadas en la política gubernamental.
Algunos ejemplos pueden ayudar a descender a la realidad y prescindir del estilo solemne y mayestático. Recientemente, la fallida operación de integración entre Gas Natural e Iberdrola conocía la interferencia del Gobierno que, por cierto, ni siquiera se molestaba en negarla, como hemos constatado en declaraciones del secretario de Estado de los días pasados.
Pero tal reconocimiento a posteriori no impidió a priori que el Gobierno español operase de tapadillo y por persona interpuesta. En este caso, a través de la Comisión Nacional de la Energía, que - a pesar de los esfuerzos de su presidente- veía seriamente comprometida su autonomía y su papel en el sistema.
Hace un mes hemos tenido ocasión de contemplar cómo el uso arbitrario y abusivo dado por este Gobierno a una legislación coyuntural, impropiamente denominada en nuestro derecho, de la acción de oro, merecía la desaprobación radical del Tribunal de la Unión Europea. No, desde luego, por su utilización para la defensa de la competencia, sino por el control y limitaciones impuestas a las decisiones privadas sin razones públicas que las justificaran. Los jueces del Tribunal de Justicia de la Unión Europea han anulado la acción de oro del Estado español en Telefónica, Repsol y Endesa y rechazan el uso de esa ley en las privatizaciones de Tabacalera y Argentaria.
Y no olvidemos lo fundamental de este periodo: los procesos de enajenación de empresas antaño públicas han sido la ocasión de articular un núcleo de poder económico en una línea de evidente sintonía con el poder político, erigido al parecer en el parámetro que sustituía con ventaja las excelencias atribuidas a la competencia.
Resulta proverbial que la sustitución de monopolios públicos por cuasi monopolios privados haya ido seguida de tan escaso impulso en favor de estructuras más competitivas en prácticamente todos los sectores afectados.
Y con esto llegamos al final de lo que hoy quería señalar. Las decisiones del Gobierno revelan una preocupación por dos cosas principalmente: la utilización de su poder político en la búsqueda y mantenimiento de apoyos económicos y la convicción de que el poder económico es la base de la competencia en la sociedad en que vivimos.
Sin duda, la pretensión de que todo lo pequeño es bello no es compartida por el Gobierno, apreciación en la que no le falta razón. Sin embargo, de ahí a pretender que el objetivo primordial en la política gubernamental dirigida al sector empresarial sea configurar entidades españolas de gran tamaño para competir en los mercados globales es volver, sin matices, a la política de los campeones nacionales.
Que el tamaño sea importante no lo discute nadie, y que en algunas áreas sea decisivo, tampoco. Pero arrogarse la capacidad de decidir las empresas que pueden crecer y las que no, mediante intervenciones arbitrarias en las opas u otras formas decisivas de control, va mucho más allá de lo que se pide y se tolera a un Gobierno en los tiempos que corren.
Por dos razones: la primera, porque el Gobierno no debe ser ni el garante ni el árbitro de la idoneidad de las decisiones empresariales, nos basta que sea el que preserve los intereses generales, no los particulares; y, la segunda, porque el tamaño de la economía española no permite la creación de unidades económicas de tamaño significativo en todos los sectores sin que peligren seriamente los intereses de los consumidores.
Ya tenemos en muchos sectores de actividad una enorme concentración de poder económico -por cierto, demasiado cerca del Gobierno- para que, en nombre de la competencia global en los mercados, se propicien, además, concentraciones de actividad y posiciones de privilegio económico todavía superiores a las ya existentes.
Es posible que nos gustara como país tener empresas petroleras más grandes, o de telecomunicaciones o de energía. Probablemente obtendríamos alguna ventaja colectiva de ello, si fuera posible. Lo que resulta absurdo es pretender que eso se pueda construir sobre la base de poner, en el mercado español, todos los huevos dentro de la misma cesta. No somos Estados Unidos, ni siquiera Japón, Alemania o Francia, para que la reserva a las empresas españolas del mercado nacional (tan del gusto de otras épocas) produzca como resultado una entidad de talla internacional comparable a la de esos países si la competencia interna ha de ser preservada.
Y lo que debiera ser ya un límite infranqueable se convierte en un resultado además arbitrario si quien lo decide -o lo interfiere- es el Gobierno por sus exclusivos intereses. Como en los tiempos de las regalías