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Columna
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Nuevos retos de un sindicalismo europeo renovado

Antonio Gutiérrez Vegara

El X Congreso de la Confederación Europea de Sindicatos (CES) tuvo lugar la pasada semana en Praga. Se eligió a una nueva dirección presidida por Cándido Méndez y en la que ejercerá las funciones de secretario general el británico John Monks, en sustitución de Emilio Gabaglio, que durante 12 años ha promovido la mayor renovación del sindicalismo europeo desde la fundación de la CES en 1973.

Este sindicalista italiano, que acumulaba gran experiencia en las relaciones internacionales, supo encauzar los enfoques más audaces de los sindicatos del sur (entre ellos UGT y CC OO) y ganarse a los más atemperados del centro y norte de Europa, sintetizando las voluntades de todos en la perspectiva de un sindicalismo supranacional.

Para participar e incidir en el proceso de construcción de la UE era imprescindible configurarse como interlocutor valido, cuyas propuestas fuesen respaldadas con gran solvencia y pudieran ser defendidas coherentemente en los foros comunitarios y a la vez en los países miembros.

De ser una coordinadora de sindicatos nacionales, la CES ha ido adquiriendo el carácter de organización cada vez más estructurada en el ámbito europeo. Aun antes de la caída del muro de Berlín, Gabaglio empezó a reforzar su pluralidad franqueando la entrada a sindicatos representativos de la Comunidad Europea por encima de barreras ideológicas que se la habían bloqueado muchos años. Y adelantándose a la ampliación de la UE, propició la apertura de la CES a los sindicatos de países del Este, contribuyendo decisivamente a sus procesos de refundación democrática.

El resultado es que la CES integra hoy a 74 sindicatos que agrupan a 65 millones de afiliados en 35 países. Una fuerza que se ha comprometido en cada fase del proyecto europeo, aportando alternativas para que avanzase con más equilibrio entre mercado y democracia y apoyándolas con movilizaciones en pro de una Europa social, del empleo y los derechos. En todo caso, las políticas inspiradas por la CES fueron decisivas para la culminación de la unión monetaria.

No son achacables los déficit y otros desajustes que presentan las economías de distintos países centrales a desmesurados incrementos salariales, que por regla general han perdido peso en la distribución de la renta, ni a crecimientos descontrolados del gasto social, ya que se ha ajustado a la baja en términos reales los últimos años mientras aumentaban el paro y el subempleo.

Como se ha denunciado en este congreso de la CES, la Estrategia de Lisboa hacia la Europa del pleno empleo y la sociedad del conocimiento se está quedando en agua de borrajas.

Sin embargo, la reacción de la Comisión y de los Consejos de ministros no ha sido recomponer una estrategia, sino sustituirla por una recurrente receta, concretada en cada país pero común en lo sustantivo: recortar prestaciones, facilitar despidos y desregular más los mercados laborales. Por los retrocesos que comporta y las formas con las que pretenden imponerla algunos Gobiernos europeos, nadie puede extrañarse de las reacciones que está provocando en Francia, Alemania o en Austria.

Afrontar estas reformas es el reto principal para el movimiento sindical europeo. En lo inmediato ha sido inevitable que cada sindicato responda a los planes de sus Gobiernos, pero es igualmente ineludible que la CES se adelante con una alternativa sobre el modelo social europeo y ponga su empeño en la apertura de un diálogo supranacional, antes de que en la Europa de los 25 se desfigure en los países que todavía disponen de Estados del bienestar y que los que no lo han tenido no lleguen a conocerlo.

Los Estados de bienestar social se forjaron sobre bases económicas que han cambiado por completo, pero también se inspiraron en valores que fortalecieron las democracias. La competencia en un mercado mundializado ha desbordado las capacidades de economías que se movían en los confines regionales del Mercado Común; la organización fordista del trabajo ha sido superada por los trepidantes cambios en los procesos productivos y la demografía ha registrado una drástica inflexión en las últimas dos décadas que, aun sin adelantar hipótesis alarmistas, es un dato a tener muy en cuenta cara al futuro de los sistemas de pensiones.

Pero la redimensión del Estado del bienestar de la que se ha hablado en la reciente reunión del G-8 no puede hacerse sólo con tijeras para podarlo. Su nueva dimensión se tiene que diseñar a escala de la nueva Europa que se construye, con interlocutores sociales y políticos solventes que quieran un futuro para la UE donde aquellos valores democráticos sean también más sólidos que en el pasado.

Ojalá que patronales, Gobiernos y las instituciones que alumbre finalmente la Convención Europea tengan la misma voluntad que la CES para coger en una misma mesa el guante que nos ha lanzado ya el futuro, en lugar de devolvérselo a bofetadas.

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