Distorsiones electorales
Durante los 25 años de vigencia de la Constitución no han faltado críticas a nuestro sistema electoral y propuestas más o menos tímidas para su reforma, como la del PP, que planteó en 1994 la modificación del Senado; la que está esbozando el PSOE, también sobre el Senado para convertirlo en Cámara de representación de las comunidades autónomas; o la que recientemente protagonizó el PNV, intentando variar la distribución de apoderados en las circunscripciones de la Junta General de Álava.
Los argumentos que se suelen esgrimir en los planteamientos de cambio del sistema electoral tienden a centrarse en la falta de representatividad de determinados ámbitos territoriales y en las alteraciones que dicho sistema produce en el principio de igualdad, que exigiría que el reparto de escaños fuese directamente proporcional al número de votos recibidos por las candidaturas.
A nadie debe sorprender que la representación electoral no mantenga una proporcionalidad exacta. Los artículos 162 y 165 de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General de 1985 priman a las provincias dotándolas, respectivamente, de un mínimo inicial de dos diputados y de cuatro senadores, lo que a efectos prácticos, y por ejemplo según las últimas elecciones generales de 2000, lleva a que cada diputado de una comunidad como Castilla y León, que cuenta con nueve provincias, represente a unos 57.000 electores, mientras que en Madrid y Murcia, por el hecho de ser comunidades uniprovinciales, haya 126.000 y 95.000 electores por cada uno de sus correspondientes diputados.
En esta alteración de la proporcionalidad no sólo juega que la Ley Electoral prime el hecho provincial, sino la aplicación de la regla D'Hondt para la distribución de escaños que se describe en el artículo 163 y que, como se sabe, consiste en asignar escaños a los cocientes mayores que se obtienen dividiendo los votos de cada lista sucesivamente por 1, 2, 3, etcétera. El sistema D'Hondt, como demostró matemáticamente Julio Mirás en la revista Estadística Española del segundo semestre en 1977, asigna a cada lista un número de escaños al menos igual a su parte entera, pero distorsiona la proporcionalidad por efecto de los restos, que favorecen siempre a las listas con mayor número de votos. Además, la eliminación de listas que no alcancen determinado porcentaje de votos, prima a las listas no eliminadas al agregarles, con orden de prioridad creciente con el número de votos, los escaños que corresponderían a la suma de los votos de las listas eliminadas.
No obstante, esta distorsión que introduce la aplicación de la regla D'Hondt es irrelevante cuando la circunscripción electoral es única, como puede demostrarse al llegar a idéntico resultado si se distribuyen los 64 escaños de las elecciones al Parlamento Europeo de forma proporcional a los votos obtenidos por cada candidatura o si se distribuyen mediante dicha regla.
Pero cuando se reparte el territorio nacional, y en su caso el autonómico, en circunscripciones, la distorsión de la proporcionalidad comienza a ser importante. Así, tomando nuevamente como ejemplo las elecciones generales de 2000, el PP obtuvo mediante la aplicación de la regla D'Hondt 27 escaños más de los que le habrían correspondido de aplicar un reparto proporcional a los votos obtenidos en todo el territorio nacional; el PSOE y el PNV también se beneficiaron, aunque en mucha menor medida, en 5 y 2 escaños, respectivamente; la mayor pérdida correspondió a IU, que hubiera tenido 19 escaños por el sistema proporcional y se quedó con los 8 de que dispone, y otros partidos como el BNG, el PA y ERC también perdieron del orden de dos escaños.
A pesar de estas distorsiones, con implicaciones políticas tan serias como que el PP pueda gozar de mayoría absoluta en el Congreso o que CiU gobierne Cataluña con menos votos que el PSOE, hay que reconocer que el sistema electoral ha funcionado incluso en momentos difíciles.
Quienes protagonicen la reforma, al igual que sus predecesores, deberán compatibilizar objetivos tan dispares como propiciar mayorías estables, equilibrar la representación territorial y respetar la proporcionalidad entre votos y escaños. Y hacer todo ello de modo consensuado, evitando que se extienda entre los ciudadanos la inquietud de no verse justamente representados.