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Columna
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OCDE, lecciones de un informe

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay destaca la necesidad, señalada por la OCDE, de reformar el mercado de trabajo español. El autor duda de que el Gobierno actual sea capaz de acometer las medidas necesarias

Llevamos tanto tiempo preocupados por lo principal, que lo secundario, aun lo importante, pasa a segundo plano. Los horrores de la guerra y la sinrazón de las decisiones del Gobierno de España han centrado tanto el debate social que no había espacio para documentos y reflexiones que, en ausencia de catástrofe, adquieren interés y relevancia. La OCDE ha hecho público su informe sobre la situación económica española con un análisis que desborda con mucho el análisis coyuntural y las convenciones al uso. Es un análisis lúcido no sólo de los problemas de corto plazo, sino, lo que es de más trascendencia, de las reformas que España debe afrontar para converger con los países de la UE y garantizar la estabilidad de su crecimiento. De todas las reformas planteadas, la que me parece más relevante es la relativa al mercado de trabajo.

No, desde luego, porque sea algo nuevo en el informe de la OCDE o en el de otros organismos, sino porque resulta imposible desconocer las insuficiencias que aún padece el mercado de trabajo español.

La entrada en la UEM y la pérdida de instrumentos de acción estrictamente nacional como el tipo de cambio o los tipos de interés, han llevado a prestar una atención reforzada al mercado de trabajo. Por un lado, por la eventualidad de un shock asimétrico de oferta, imposible de acomodar con políticas macro de gestión de la demanda; por otro, como una vía complementaria de la gestión macroeconómica de las autoridades monetarias; y, en cualquier caso, porque se trata de una de las pocas políticas de relevancia general que subsisten en manos de las autoridades nacionales.

El mercado laboral español tiene la más alta tasa de paro de la UE, una de las menores tasas femeninas de ocupación y mayor incidencia del paro juvenil

Llevamos dos décadas de modificaciones y reformas en el mercado de trabajo. Sin embargo, una parte del trabajo está claramente por hacer, a pesar de que el diagnóstico de nuestras deficiencias sea cada vez menos discutido entre los economistas y resulte más compartido por los distintos agentes sociales, no obstante sus diversos intereses. La excesiva temporalidad en los contratos, la segmentación del mercado, la inadecuada estructura de la negociación colectiva, la ausencia de movilidad, la incomunicación entre los mercados regionales, el excesivo tiempo de búsqueda de empleo para los parados, la incapacidad de los servicios de intermediación laboral, etcétera, son rasgos de un mercado de trabajo en el que se produce la más alta tasa de paro de la UE , una de las menores tasas femeninas de ocupación, una elevada dosis de paro de larga duración y mayor incidencia del paro juvenil. No es posible, en esas circunstancias, hacer oídos sordos a la necesidad de nuevas reformas.

Desde la perspectiva de la convergencia con los países más avanzados de la UE, la principal contribución que la política económica puede hacer es reducir la distancia que separa a España de estos países en tasa de actividad y de ocupación. Incluso si esto se hiciera sin cambiar la productividad media por trabajador, el efecto de convergencia en renta real por habitante sería muy notable. Simplemente estaríamos utilizando importantes recursos humanos hoy ociosos.

Una elevación consistente de la actividad y el empleo sólo puede producirse a medio plazo si se acompaña de progreso técnico y aumento de la productividad por persona ocupada. La coexistencia de aumento del empleo y de la productividad es lo que necesita la economía española para acelerar la convergencia real. Pero la mejora del empleo desde 1994 no ha venido acompañada de una sensible mejora de la productividad.

Una parte de nuestro crecimiento ha estado basado en la aportación de sectores trabajo-intensivos, como la construcción u otras áreas del sector servicios, lo que explica una parte del bajo crecimiento de la productividad. Pero otra parte de la explicación ha de hallarse en el comportamiento dual del mercado de trabajo y en su segmentación, incapaz de ofrecer suficientes incentivos para la inversión empresarial en capital humano respecto de trabajadores temporales sometidos a rotación y, paradójicamente, carente de capacidad para seguir estimulando la formación de capital humano en los trabajadores fijos, protegidos y seguros en su puesto de trabajo. Algo que no deja de guardar relación con el bajo nivel de incorporación de nuevas tecnologías en la economía española.

Sobre la necesidad de adicionales reformas hay pocas dudas. Lo que resulta lamentable es que -ocurrió en 2002- las reformas traten de empezar a construir la casa por el tejado y, en consecuencia, pierdan toda legitimidad y relevancia. Esos fracasos son graves, porque luego cuesta mucho más retomar los asuntos rechazados.

Ignoro si este Gobierno está ya en condiciones de plantear reformas que puedan traducirse en eventuales costes, con los que tiene ya a sus espaldas. Pero con este Gobierno o con el que le suceda, la reforma adicional del mercado de trabajo sigue siendo una materia relevante de la agenda de la convergencia real. La OCDE tenía por costumbre señalarlo en todos sus informes. Formaba parte del rito y de la imagen de marca de la institución. En esta ocasión, sin embargo, sus diagnósticos coinciden con los de la mayor parte de los expertos. Sus recetas parecen mejor fundadas y -deseosos, al parecer, de conseguir su aplicación- se han vuelto más prudentes. No es del diagnóstico de lo que se duda. De lo que se duda, a la vista de la experiencia de 2002, es de la capacidad del Gobierno para inspirar nuevos acuerdos sociales en materia de mercado de trabajo.

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