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Columna
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Después de la guerra, ¿estabilidad o libanización?

Después del fracaso de las gestiones de tres secretarios de Estado en Washington (Exteriores, Comercio y Defensa), de donde regresaron con las manos vacías, se ha confirmado que el Gobierno español no ha respaldado la invasión de Irak por razones económicas.

æpermil;ste no ha sido el caso de EE UU que, consumiendo el 40% de la producción mundial de petróleo, encuentra difícil de explicar que la ubicación de 250.000 soldados en la región del planeta donde se encuentran dos tercios de las reservas mundiales sea ajena al control de la producción.

De hecho, EE UU ha procurado siempre mantener cierta hegemonía en el golfo Pérsico que ha ido adoptando distintas manifestaciones y que ha sufrido sus altos y sus bajos. Desde la Segunda Guerra Mundial, viene funcionando el pacto implícito con los gobernantes de Arabia Saudí mediante el cual EE UU sostiene la monarquía a cambio de la garantía del suministro petrolero a precios razonables.

Sin embargo, a partir de los años sesenta la situación empeoró para los intereses norteamericanos. La creación de la OPEP y la propagación de la idea de que el petróleo era propiedad de los países en cuyo subsuelo se encontraba no hizo sino favorecer la nacionalización de los yacimientos y la aparición de compañías de propiedad estatal.

Al final de los setenta la revolución iraní desestabilizó la región, fortaleció enormemente el fundamentalismo islámico y de paso dejó a EE UU sin uno de sus aliados más leales.

La invasión de Kuwait a principios de los noventa, el conflicto palestino y la estrecha vinculación de posturas políticas radicales con planteamientos religiosos fundamentalistas no pueden dejar de ser motivos de preocupación para quien tenga como un objetivo estratégico controlar el precio, la oferta y los beneficios del petróleo -preferiblemente privatizándolo y poniendo su explotación en manos de las empresas privadas (norteamericanas)-.

Irak es el segundo país en términos de reservas mundiales de petróleo. Si se privatiza la gestión de esas reservas y su explotación se hace desde los intereses de las empresas petroleras norteamericanas, no resulta aventurado pensar que la OPEP verá debilitada su capacidad para regular la producción y fijar los precios. En unas circunstancias como ésas, las monarquías árabes podrían verse obligadas a privatizar a su vez las reservas petroleras de sus países para no renunciar a los ingresos a los que están acostumbrados.

En este contexto, si la ONU participa en alguna medida en la gestión política de la reconstrucción o se hace cargo de las tareas humanitarias, no hará otra cosa que legitimar a posteriori una guerra que no contó con su visto bueno.

Si por el contrario, si imponen las tesis de evitar en lo posible la presencia de la ONU en todo aquello que no sea ayuda humanitaria, los Estados que no han participado en la guerra tendrán las manos más libres para negociar con EE UU su presencia en Irak, pero paralelamente se acentuará la sensación de que el mundo se vuelve a dividir en dos bloques; menos homogéneos que los que existían antes del derrumbe de la Unión Soviética y con algunos componentes distintos a cada lado de la raya, pero bloques al fin y al cabo.

Por otra parte, los acontecimientos que se suceden en el Irak de posguerra -protagonismo de líderes tribales y religiosos, abundancia de armamento en manos incontroladas, saqueo y bandas armadas, pendencias territoriales e independentistas en el interior del país y recelos y temores entre los vecinos- empieza a dibujar un escenario que recuerda de manera preocupante al Líbano.

Y no hay que olvidar que la libanización de Irak no deja de ser una forma poco costosa de dificultar la hegemonía norteamericana en ese país.

A estas tensiones en las que aparentemente vivirá la región en el futuro próximo se unen las que como consecuencia de la invasión se han desarrollado entre EE UU y sus aliados europeos, entre los países miembros de la Unión Europea y entre EE UU y Rusia y China.

Ninguno de estos efectos favorecerá la recuperación del crecimiento de la economía mundial ni, en particular, de los países locomotora. Y lo que es peor, los recursos humanitarios que serán necesario emplear en Irak habrá que detraerlos de los países que ya los necesitaban antes de la invasión.

La estrategia de seguridad nacional diseñada por la Casa Blanca estaba orientada a proteger EE UU pacificando preventivamente los focos potenciales de inestabilidad. Esto es, actuar ante la amenaza, antes que se produzca la agresión. La aplicación práctica que esta estrategia ha tenido en su primera puesta en escena no puede haber sido peor. Lejos de contribuir a la estabilidad mundial no ha hecho más que provocar tensiones donde no las había o hacerlas explícitas cuando eran objeto de tratamiento diplomático. Queda por saber si al menos ha contribuido a la seguridad de EE UU.

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