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La Opinión del experto
Tribuna
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Libertad para la empresa

Antonio Cancelo explica la necesidad de que exista un pequeño repertorio de normas, menos intervencionismo y que la ley se aplique con rigor para quien la transgreda

Antonio Cancelo, ex presidente de Mondragón Corporación Cooperativa

El buen gobierno de la empresa constituye una preocupación generalizada que ha suscitado multitud de debates a lo largo de los últimos tiempos y cuyo interés crece en función de la existencia de escándalos que ponen de manifiesto la utilización incorrecta o fraudulenta de los recursos empresariales gestionados.

La preocupación es lógica si se tiene en cuenta el importante papel que la empresa juega en la sociedad, por lo que cualquier perversión en su funcionamiento tiene repercusiones que trascienden al ámbito interno de la empresa, considerada en sentido estricto, para afectar a clientes, proveedores, accionistas, entidades financieras, trabajadores y, en definitiva, a la sociedad en general.

En este sentido, resulta cuando menos curioso observar cómo se detectan las consecuencias negativas del mal funcionamiento de una empresa, sin que paralelamente, como sería razonable esperar, se perciba, y se valore, la aportación positiva que realiza en su actuación ordinaria, es decir, cuando se gestiona correctamente.

A pesar de las dudas, la empresa necesita, para prosperar y ser útil, el caldo fecundador de la libertad, ya que si no, languidece y pierde vigor

Pues bien, los acontecimientos vividos en unas pocas pero significativas empresas de Estados Unidos el pasado año, unidos a otras actuaciones no tan llamativas, pero dudosas, en espacios más cercanos, provocó una generalización de la inquietud y un incremento de la preocupación, lo que dio lugar a una serie de iniciativas tendentes a la búsqueda de instrumentos limitadores del riesgo inherente a actuaciones deshonestas en la gestión de las empresas.

De todas las iniciativas recientes llevadas a cabo en España, la más conocida es la llamada Comisión Aldama, cuyos trabajos, ya concluidos, ofrecen una serie de recomendaciones a aplicar para la mejora en el gobierno de las empresas, cargadas de sentido común, las cuales han recibido un beneplácito generalizado, al menos en los medios empresariales con los que mantengo una relación próxima.

Charlábamos el otro día con Carlos Bustelo, que fue vicepresidente de la Comisión Aldama, y nos comentaba las dificultades encontradas a lo largo de los trabajos llevados a cabo hasta alcanzar la redacción final, debidas sobre todo a las discrepancias surgidas entre dos posturas contrapuestas, la una más reglamentista e interventora y las otra de carácter más liberal.

Siempre ocurre lo mismo, sea cual fuere la cuestión que se debata porque, en el fondo, eso es lo que yo creo, la aceptación de la economía de mercado, sobre todo en lo que afecta a la empresa, tiene mucho más de postulado teórico que de comportamiento práctico. Puede resultar algo duro el mantener esta afirmación, pero, créanme, está avalada por una amplia experiencia en el desarrollo de proyectos empresariales, en la elaboración de diferentes leyes y en relaciones cercanas y afectivas con multitud de empresarios y directivos.

Salvo en el mundo empresarial, en el resto de los actores he observado siempre una actitud de sospecha y desconfianza hacia la empresa, cuanto más grande más acentuada, alcanzando el grado supremo si se trata de una multinacional. Por tanto, ya que hay que soportarlas, es necesario establecer mecanismos de control próximos, ya que de lo contrario se producirán los mayores desastres.

Estas posiciones no se explicitan pero intentan aplicarse, sea cual fuere la fórmula jurídica de empresa, y así lo he comprobado en las sociedades de capital y en las sociedades de personas, es decir cooperativas. Daría la impresión de que quienes ostentan la propiedad de la empresa, en virtud de la legalidad vigente, son o menores de edad que deben ser tutelados o personas adultas para quienes la empresa es un instrumento para la apropiación indebida.

Pero incluso allí donde más rotunda debería ser la defensa del principio de libertad, me refiero al directivo o al empresario, la fe se desvanece cuando de la aplicación de ese principio se deriva un incremento de la competencia para la empresa que se dirige. He podido observar casos, y no aislados, en los que los defensores de la libertad de mercado acudían presurosos a reclamar de la Administración medidas protectoras que cercenaran la libertad de sus competidores.

Y sin embargo, a pesar de tantas dudas, la empresa española necesita para prosperar y ser útil a la sociedad, el caldo fecundador de la libertad, ya que de otro modo languidece, se agosta, pierde vigor y apenas puede sobrevivir. Cuando alguien hace las cosas mejor que nosotros, lo que procede no es reclamar que se le restrinja la libertad sino innovar, buscando modelos superadores o, si no es posible otra cosa, copiarle.

De esta actitud miedosa y desconfiada hacia la libertad empresarial, dentro del marco legal, claro está, no se salvan ni los intelectuales ni la Universidad ni los políticos ni los medios de comunicación, que, con bastante frecuencia, arrojan sombras de sospecha sobre el funcionamiento de las empresas, por mucho que para sus respectivas tareas reclamen, con todo el derecho, la liberta como soporte indispensable.

Seguramente hagan falta pocas normas y menos intervencionismo y sea suficiente con que las leyes se apliquen con todo rigor para quienes las transgredan, dentro y fuera del mundo empresarial.

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