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Columna
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Los perros de la guerra

Miguel Ángel Aguilar sostiene que ante la crisis de Irak hay percepciones diferentes entre un Estados Unidos chapado a la antigua y una Unión Europea embarcada en una aventura pionera

Siguen redoblando los tambores y todo son ensayos de músicas militares de acompañamiento a los desfiles que se preparan mediante la instrucción de la tropa en orden cerrado. Algunos encuentran ocasión propicia para poner a prueba sus condiciones de mando y otros muestran bien a las claras que son ganado lanar, nacido para ser pastoreado, para la obediencia disciplinada y el vasallaje incondicional.

Se oyen con acento norteamericano, inglés y pucelano proclamaciones altisonantes sobre el objetivo deseado de la paz, más aún después del pronunciamiento de la calle europea. Pero una paz auténtica, una paz con seguridad, una paz muy relacionada con la guerra, obtenida como consecuencia de la victoria, una paz que sólo Bush puede garantizar, por lo cual deberíamos manifestarnos como súbditos agradecidos.

Son las inercias compendiadas en el viejo adagio latino 'si vis pacem, para bellum'. Proceden de un ángulo distinto de aquel donde se sitúa el propósito declarado en la carta fundacional de la Unesco, según el cual 'es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz'. Pero para sorpresa de algunos cálculos precipitados basados en el cinismo de la sumisión el mundo se resiste a la unipolaridad y la única hiperpotencia encuentra en Europa aliados verdaderos, con autonomía conceptual, objetores de cualquier camino de servidumbre.

El liderazgo de EE UU ha derivado tras la caída del muro de Berlín en unas maneras hegemónicas acrecentadas por la superioridad militar

Son los Estados Unidos, con irrenunciables señas de identidad europeas desde su misma declaración de independencia, nacidos de la conquista hacia el Oeste y hacia el Sur, de la admirable dinámica centrípeta del melting pot, la misma que ha venido insuflando patriotismo embanderado a los inmigrantes de toda procedencia, dispuestos nada más desembarcar al trueque de sus culturas y lenguas originarias por el acceso a las oportunidades desbordantes de ¡América, América!

Es la tendencia a extrapolar el calvinismo hasta su última exaltación que sólo presupone mérito en la acumulación de riqueza mientras amontona sospechas de culpabilidad sobre el infortunio.

Es el alistamiento al darwinismo social. De donde también, como consecuencia lógica, el combate y la abominación de los sistemas públicos de protección social, entendidos como nueva y detestable versión de la sopa boba conventual promotora del parasitismo. Su liderazgo internacional ha derivado después de la caída del muro de Berlín en unas maneras hegemónicas que se proyectan desde la indiscutida y acrecentada superioridad militar.

Pero habrá que decir en algún momento que para un país, a partir de un determinado umbral, la acumulación exponencial de armas en absoluto proporciona mayores garantías de seguridad. Que, como se viene demostrando, es erróneo situar el origen de las amenazas en los competidores establecidos o emergentes.

Son los desequilibrios, son los más débiles, los que ahora plantean las más graves amenazas, que no pueden ser conjuradas con más potentes arsenales. Estar obsesivamente armados puede inducir el despropósito de la omnipotencia y precipitar la decadencia una vez que sólo se ha sabido generar en los demás hostilidad. Habría alguien capaz de demostrar que el escudo antimisiles del que se va a dotar Estados Unidos hubiera sido capaz de impedir el 11-S.

Al otro lado del Atlántico, la vieja Europa parece rejuvenecida, ajena a esa mecánica clásica basada en elementalidades superadas por la mecánica cuántica. Porque como recordaba Joan Clos, alcalde de Barcelona, conversando con algunos amigos periodistas a propósito del Foro de las Culturas de 2004, la Unión Europea nace para evitar la guerra, piensa en el acuerdo reconciliador y le concede más virtualidades que a la victoria que exacerba el deseo de revancha, está en las antípodas del melting pot porque se construye sobre la multinacionalidad, la multiculturalidad y el pluralismo religioso, apuesta de modo indudable por los valores de la diversidad, rehúsa el pensamiento unidimensional armado y sabe que el poder ha dejado de ser, si alguna vez lo fue, el resultado de la mera potencia militar. Europa es otro modelo, el modelo del consentimiento, que no es de gran velocidad pero sí de probados atractivos y que conserva grandes capacidades de seducción y de diálogo con los otros.

Está claro que ante la crisis de Irak hay percepciones diferentes en los Estados Unidos chapados a la antigua y en la Unión Europea embarcada en una aventura pionera. Esas diferencias tienen raíces como las que aquí se han señalado, pero además se avivan porque los ciudadanos norteamericanos y europeos se informan sobre todo a través de las televisiones y allí parecen alistadas en la exacerbación del patriotismo bélico a cuyo servicio vale cualquier disparate, mientras que aquí todavía -con la excepción de TVE- se mantienen algunos elementos de distancia crítica hacia la propaganda de los declarados en guerra.

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