Hacia la estabilidad cambiaria internacional
Cuando en el ya lejano año 1972 se alcanzaron los primeros acuerdos de flotación conjunta entre las monedas europeas, mediante el establecimiento de unas bandas cuyo objetivo era el conseguir la reducción de los márgenes de fluctuación de las divisas, y que vino a conocerse como la Serpiente Monetaria Europea, se estaban estableciendo sin duda los primeros pilares básicos para lograr una estabilidad cambiaria en los mercados de divisas.
No cabe duda que el comercio internacional precisa de esta estabilidad para continuar avanzando. En efecto, nada más entorpecedor para las transacciones comerciales que una fluctuación constante y notoria de las paridades que se acaba convirtiendo en un extraordinario distorsionador de precios y, lo que es más grave, contra el que la inmensa mayoría de agentes del comercio internacional muy poco o nada pueden hacer.
Para intentar mitigar estas turbulencias, era pues necesario recurrir a acciones y acuerdos supranacionales como la descrita Serpiente Monetaria Europea, que estuvo en vigor hasta 1978, y a la que tomó el relevo, tras su desaparición, el Sistema Monetario Europeo que establecía unas paridades centrales y unas bandas de fluctuación del más/menos 2,5% sobre dicha paridad central y que a través del mecanismo de tipos de cambio, mantiene la estabilidad de los mismos sobre la base de la cooperación recíproca entre los distintos bancos centrales, mecanismo que dura hasta 1992 cuando se firma el Tratado de Maastricht que tiene como objetivo llevarnos, en diferentes fases, hasta la actual moneda única. La estabilidad cambiaria había pues tenido su continuación.
Y llega el mes de enero de 1999, en el que Europa vive una jornada histórica con el nacimiento del euro, que para entonces era aún virtual para nuestros bolsillos, pero totalmente real para los mercados de cambio.
A los pocos días de su salida, concretamente el 5 de enero de aquel año, el recién nacido euro alcanzaba su máximo histórico, cotizando contra el dólar a 1,179, al tiempo que una sensación de euforia recorría los foros políticos europeos. El euro había nacido fuerte. Todo un éxito.
Sin embargo, en los medios exportadores no se pensaba así, pero el rápido desliz a la baja del euro no dio apenas tiempo para profundizar en esos pensamientos.
El 26 de octubre de 2000, nuestra divisa alcanzaba su mínimo histórico frente al dólar, cotizando a sólo 0,8252. Y los papeles comenzaron a invertirse. Preocupación en algunos medios políticos por una posible pérdida de credibilidad en los mercados y euforia exportadora generalizada.
Posteriormente, en enero del pasado año comienza una remontada en la cotización que nos ha llevado a superar nuevamente la paridad 1 a 1 y a volver a invertir los papeles, con preocupación exportadora notable.
Es evidente que quizá estamos echando en falta algún mecanismo supranacional que venga a tomar el relevo de las antiguas Serpiente y Sistema Monetario Europeo, y que en definitiva, lo que estamos es faltos de estabilidad. De ahí los constantes vaivenes, que penalizan y entorpecen los intercambios comerciales mundiales. Sólo que ahora, una vez desaparecidos los papeles estelares de los bancos centrales europeos, estos acuerdos habría que buscarlos entre el BCE y la reserva Federal.
Quizá estemos perdiendo una excelente oportunidad para establecer unas bandas de fluctuación, que partiendo de la paridad central 1, en la que la mayoría de agentes parecen sentirse cómodos, permitan que la cotización del euro/dólar fluctúe entre el 0,95 y el 1,05, márgenes que podrían irse revisando y ajustando en función de los diferenciales de tipos oficiales de interés, reduciéndose cuando los tipos se aproximan o ampliándose cuando se alejan.
De esta forma, el compromiso de intervención de los dos bancos centrales dotarían al sistema de las garantías de estabilidad cambiaria que el comercio internacional precisa.
Dicho de otra forma, por qué no aplicar a nivel de las dos grandes divisas lo que en tiempos pasados nos dio tan buenos resultados en Europa.