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Columna
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Olivencia, Aldama... suma y sigue

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay prevé la aparición de nuevos códigos de buen gobierno corporativo en España. Pero considera esencial que el Gobierno fomente la presión social para que éstos sean acatados por las empresas

Hay dos motivos básicos por los que los hombres, solos o asociados, se comportan de una manera socialmente plausible. El primero es porque están convencidos de que su conducta debe ajustarse a las pautas o valores socialmente admitidos. El segundo es porque no tienen más remedio que hacerlo, ya sea porque alguien -los demás miembros de la comunidad, la ley, los poderes públicos, el mercado o la opinión pública- se lo exige o porque, de no seguir las conductas que se consideran plausibles, anticipan mayores males que los beneficios esperados de la inobservancia.

De cualquier modo, el aprecio por las virtudes individuales y los comportamientos derivados de las convicciones no debiera hacernos olvidar que en la vida social importan, sobre todo, los comportamientos efectivos. Es mejor que, al pagar sus impuestos, los ciudadanos estén convencidos de su obligación de contribuir a las cargas comunes. Pero, se convenzan o no de ello, deben pagar en todo caso para que la sociedad funcione adecuadamente.

Las empresas en una economía de mercado son instituciones de la máxima relevancia social. La vida de las personas que en ellas trabajan y con ellas se relacionan depende de su comportamiento y ejecutoria. Cadenas enteras de proveedores y clientes se benefician de sus comportamientos o los padecen. Y, por supuesto, no sólo los que legalmente tienen el control de la mayoría del capital, sino también quienes depositan en ellas sus ahorros como accionistas minoritarios o como suministradores de recursos financieros esperan un comportamiento que tome en consideración sus legítimos intereses.

Por eso, entre otras muchas razones, hay leyes para garantizar el cumplimiento de los contratos y para proteger los intereses en conflicto, que resultan indispensables para que una economía de mercado pueda existir.

Nada necesita tanta regulación como un mercado si éste ha de funcionar eficientemente en la asignación de unos recursos que derivan de la asignación inicial de derechos de propiedad.

La cuestión es saber si las deficiencias observadas en el funcionamiento de las empresas -en el comportamiento de sus gestores- deben resolverse mediante la regulación adicional de sus comportamientos o si, como parecen creer los redactores del Informe Aldama, han de resolverse mediante la educación, la llamada a los comportamientos éticos y la confianza en la autorregulación. Hace 15 días pretendí subrayar que el corto alcance de las recomendaciones contenidas en el Informe de la Comisión Aldama no debía recaer en exclusiva sobre sus redactores. Su preferencia por la autorregulación, la piadosa llamada al comportamiento ético en la vida empresarial y el manifiesto olvido de cuestiones que tanto en España como en otros lugares -especialmente en EE UU- han conmovido los cimientos de la confianza en las instituciones económicas, resultaban tan evidentes como cierta resultaba la ausencia de presión social en favor de más ambiciosos objetivos.

Con frecuencia las leyes no sirven para dar respuesta a las cambiantes necesidades sociales o lo hacen de modo menos eficiente que otros instrumentos. Es de general aceptación que las empresas están genéticamente preparadas para resistir la legislación, pero aceptan sin rechistar las demandas que vienen del mercado. Eso no equivale a rechazar la ley donde sea indispensable, pero invita a poner el énfasis en la creación de condiciones que pueden generar la necesaria presión social para producir los comportamientos que se desean.

Algunos ejemplos pueden ayudar: la mayor presión social para que algunas empresas adopten criterios de responsabilidad social corporativa no proviene de las convicciones de sus gestores, sino de las exigencias de los mercados financieros. En múltiples empresas del mundo anglosajón, cuyo capital social está en manos de Fondos de Inversión, el que éstos exijan el cumplimiento de ciertos estándares de comportamiento ético, de transparencia o de buen gobierno corporativo es un argumento mucho más importante para las empresas que compiten por la financiación que cualquier norma regulatoria.

Semejantes prácticas están teniendo ya importantes efectos, algunos de los cuales se han hecho sentir sobre las empresas españolas con mayor presencia en los mercados financieros internacionales. Pero no es menos cierto que la concentración del capital en pocas manos, como ocurre en múltiples empresas españolas pequeñas y medianas, no es el mejor caldo de cultivo para que prosperen semejantes iniciativas.

En nuestro país, una institución como la Fundación de Estudios Financieros ha publicado un importante Estudio para la mejora del Gobierno corporativo ( 2003), que fue enviado sin demasiado éxito a los redactores del Informe Aldama para su consideración. Lo relevante de este informe, redactado tras un importante proceso de consulta, es que las propuestas de los expertos -nada desmelenados, por cierto- se sitúan un buen trecho por delante de las ahora consideradas oficiales. Quizá, la causa de tal diferencia de criterios estriba en que los expertos están más convencidos de lo mucho que las empresas y la sociedad pueden esperar de una mejora del Gobierno corporativo y, sin embargo, los intereses empresariales afectados por los eventuales cambios en su actual forma de gobierno no han conocido todavía la presión social derivada de las exigencias de los mercados.

Al igual que se viene haciendo en otros países europeos, una de las misiones del Gobierno es contribuir a crear esa presión social. Mientras eso ocurre, tras el Código Olivencia y el que se deriva de la Comisión Aldama, conoceremos algunos más.

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