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Tribuna
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La nueva regulación del mecenazgo

Entre el buen número de novedades legislativas que nos ha dejado el final de 2002 está la aprobación de una nueva Ley de Mecenazgo, que ha coincidido en el tiempo con la publicación de una Ley de Fundaciones también nueva. Se cierra así una reforma que el sector no lucrativo venía demandando desde el momento en que fue aprobada la Ley de Fundaciones de 1994, ahora derogada.

Por lo que se refiere a la Ley de Mecenazgo (cuya denominación oficial es Ley de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines Lucrativos y de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo), ésta se divide en dos partes perfectamente diferenciables como su denominación oficial indica: la que regula el régimen fiscal de las entidades no lucrativas, esto es, su tributación como personas jurídicas por el impuesto sobre sociedades, y la que establece los incentivos fiscales que se reconocen para quienes colaboren con aquellas entidades en la realización de actividades de interés general.

Centrando la atención en esta segunda parte, es preciso afirmar que las novedades no son radicales, puesto que la nueva ley sigue muy de cerca la estela de la ley de 1994. No obstante se registran algunas novedades. Por un lado, se incrementa el porcentaje de deducción para las personas físicas que actúan como mecenas, que pasa del 20% al 25%; sin embargo, la ley no ha apurado las posibilidades que se le ofrecían de igualar el tratamiento de los donantes, de modo que tanto personas físicas como jurídicas vean compensada la aportación que realizan con una deducción equivalente a su tipo marginal.

La nueva legislación aprovecha el impulso generoso de los mecenas para orientarlo en favor de las entidades públicas

En el caso de las personas físicas, incluso contando con las recientes reformas del IRPF, el 25% de deducción queda muy lejos del tipo máximo aplicable e impide para ciertos contribuyentes que tenga lugar lo que sí sucede con todas las personas jurídicas: es decir, que las cantidades donadas no tributen en absoluto, puesto que ya han sido destinadas a fines de interés general, en un ejercicio de solidaridad voluntaria frente a la solidaridad coactiva que el impuesto supone.

Al mismo tiempo, la ley amplía la relación de objetos susceptibles de donación con derecho a deducción, incluyendo no sólo los bienes y el dinero, sino también la cesión de derechos en favor de las entidades sin ánimo de lucro, especialmente el derecho de usufructo. Pero también aquí queda sin resolver un problema: el de la aportación de los servicios profesionales o laborales a dichas entidades, fenómeno que la ley no ha querido contemplar en absoluto y que, sin dejar de reconocer la dificultad de regular los beneficios fiscales derivados de esas aportaciones, tarde o temprano habrá de abordarse.

Con todo, la novedad más significativa de la ley no se refiere al mecenazgo que tiene por destinatario a las entidades no lucrativas, sino al que se ejerce en favor de o en colaboración con los poderes públicos. En efecto, del mismo modo que la reciente Ley de Fundaciones se apropia de la figura de la fundación para su utilización por las instancias públicas, dando con ello lugar a la fundación pública, la Ley de Mecenazgo aprovecha el impulso generoso del mecenas para orientarlo en favor de las entidades públicas.

La ley realiza un hallazgo notable al atisbar que el mecenazgo no sólo puede coadyuvar a la realización de fines de interés general a través de entidades no lucrativas, sino que puede constituirse en una fuente complementaria de financiación o en una forma de colaboración inmediata en la realización de ciertos eventos que los poderes públicos deciden, dirigen y desarrollan directamente.

El hecho de que el Estado se postule como beneficiario del mecenazgo no es enteramente nuevo y no resulta en sí mismo rechazable. La posibilidad de que el Estado fuese beneficiario de actuaciones de mecenazgo, en pie de igualdad con las entidades no lucrativas, existía ya en la ley de 1994 y es de todos conocido que ciertas instituciones culturales públicas de nuestro país reciben una estimable ayuda financiera procedente del sector privado.

Han sido las Leyes de Acompañamiento a los Presupuestos Generales del Estado posteriores a 1994 las que en estos últimos años han creado nuevos y generosos incentivos al margen de la Ley de Mecenazgo de 1994, aplicables únicamente cuando el mecenazgo tiene por objeto la colaboración con los poderes públicos en la realización de ciertos eventos (Salamanca Capital Europea de la Cultura 2002, Fórum Universal de las Culturas Barcelona 2004, Año Santo Jacobeo 2004…), todo lo cual queda ahora recogido en la nueva Ley de Mecenazgo bajo la rúbrica 'Programas de apoyo a acontecimientos de excepcional interés público'. Las posibilidades que la ley abre aquí son considerablemente más beneficiosas para el mecenas que las que se le ofrecen en el caso de que su colaboración o aportación se dirija hacia las entidades no lucrativas. En el marco de los mencionados programas, las empresas podrán, por ejemplo, rehabilitar sus edificios con una deducción del 15% en la cuota del impuesto sobre sociedades o del IRPF cuando contribuyan a realzar el espacio físico definido en el programa.

Podrán, asimismo, adquirir bienes, excluidos los terrenos, relacionados con el acontecimiento de que se trate (la ley no especifica qué clase de relación han de guardar) con una bonificación del 95% en el impuesto sobre transmisiones patrimoniales, además de la deducción antes mencionada. Igualmente disfrutarán de una bonificación del 95% en todos los tributos locales, incluido lo que reste del IAE, en la medida en que la actividad gravada se relacione con el programa en cuestión.

La diferencia entre donar un bien, desprendiéndose del mismo de forma irrevocable para entregarlo a una entidad no lucrativa, y remozar las instalaciones de la empresa o adquirir bienes con ocasión de un programa de interés público es tan evidente que no necesita más comentarios. Ello permite suponer de manera fundada que los excedentes empresariales disponibles para ejercer el mecenazgo se orientarán prioritariamente en favor de los programas públicos, cuando la empresa tenga la posibilidad de elegir.

Y éste es justamente el aspecto más criticable de la ley: el hecho de haber roto el equilibrio entre el mecenazgo que beneficia al Estado y el que beneficia a las entidades no lucrativas.

Naturalmente, siempre puede afirmarse que, si se trata de potenciar actividades de interés general, nadie es más apto que el Estado para definir y desarrollar esas actividades. Sin embargo, atribuir ese monopolio a los poderes públicos o potenciar la posición de éstos de un modo que pueda excluir a los demás sujetos empeñados también en realizar fines de interés general, no resulta conforme con el pluralismo que debe caracterizar a las sociedades modernas.

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