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Columna
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El mito del fin del trabajo

Amediados de los noventa cuajó la idea del fin del trabajo. Entre 1994 y 1997, intelectuales de reconocido prestigio como Jeremy Rifkin, Dominique Méda, André Gorz o Claus Offe, publicaron libros y artículos que pronosticaban el fin del trabajo. O, al menos, el final de unas sociedades fundadas sobre un modelo de producción y de trabajo que -como señalaba un carismático líder sindical italiano, Pierre Carniti, en un opúsculo titulado Il lavoro è finito- no podría caracterizarse, como en el pasado, por contratos indefinidos a tiempo completo, de ocho horas al día, cinco días a la semana, 48 semanas al año.

Algún autor, cuyo nombre no recuerdo, iba incluso más lejos al profetizar que 'las fábricas del futuro tendrán sólo un hombre y un perro. El hombre, para dar de comer al perro; el perro, para evitar que el hombre se acerque al ordenador'. Una perspectiva nada exultante. Pero, sobre todo, no confirmada por la evolución de los últimos años.

Esos pronósticos estaban basados principalmente en dos hipótesis: el incremento vertiginoso de nuevas tecnologías ahorradoras de empleo (la productividad venía creciendo sistemáticamente menos que la producción, sin que, al mismo tiempo, se redujera el tiempo de trabajo) y la incapacidad del sistema para dar empleos a todos y para repartir unas riquezas, crecientes, por mecanismos diferentes a los del trabajo (de ahí la aparición de propuestas como la del denominado 'salario de ciudadanía').

Desde entonces, los incrementos de productividad han disminuido, sobre todo en el sector de servicios; el trabajo se ha deshilachado, precarizado, desestructurado y abaratado; se ha reducido el tiempo medio de trabajo, en unos casos, como Francia, de manera general y, en la mayoría de los países, mediante el incremento de los trabajos a tiempo parcial de naturaleza precaria; y ha aumentado la pobreza, incluso para sectores de la población que tienen empleo, y la exclusión social.

Los autores citados han acertado en sus análisis sobre el desmoronamiento de la sociedad del trabajo y en la necesidad de repensarla. Pero si lo que pretendían decir -como de un análisis reduccionista de sus obras se puede, en algún caso, colegir- era que el empleo iba a desaparecer materialmente, en eso, desde luego, se han equivocado.

Las estadísticas son contundentes al respecto. Entre 1990 y 2001, el empleo asalariado ha crecido en todos los grandes países (en España hemos pasado, en ese periodo, de 9,6 millones a 12,7 millones de asalariados). A su vez, ello ha conducido a un incremento significativo de la tasa de empleo (en nuestro país se ha pasado del 49,2%, en 1990, al 56,3%, en 2001); el número total de horas realizadas al año en la economía por el trabajo asalariado también ha crecido en la mayoría de los países (en España se han incrementado en ese tiempo un 26,9%).

El trabajo sigue siendo, pues, un elemento central en nuestras vidas. Choca esta constatación con la escasa atención prestada por las formaciones políticas al mundo del trabajo en los últimos tiempos. No sólo por el abandono, durante décadas, del objetivo del pleno empleo. También porque las propuestas orientadas a mejorar (las de empeoramiento están permanentemente sobre el tapete) la situación de los trabajadores han desaparecido de la agenda de los partidos políticos, incluidos los mayoritarios de la izquierda.

Seguramente por ello, por la defección de esa franja del electorado, la denominada marea rosa, compuesta por Gobiernos social-liberales -hasta en 13 de los 15 Gobiernos de la UE llegaron a estar gobernando los partidos socialistas y socialdemócratas- ha dado paso, en los últimos años, a otra oleada de Gobiernos liberal-populistas.

Parece que en Francia han aprendido la lección y, tras las elecciones de la pasada primavera, tanto la derecha como la izquierda están recuperando el discurso de la centralidad del trabajo.

El nuevo ministro de Trabajo, François Fillon, ha declarado: 'Nuestra filosofía es la de rehabilitar el valor del trabajo'. Y desde el Partido Socialista se ha señalado que 'en el futuro deben ser reafirmados, sobre todo, la plaza, el papel y el valor del trabajo'.

Volver a reconocer el papel central del trabajo en la sociedad es, sin duda, positivo. Aunque, seguramente, no todos hablan de la misma cosa cuando propugnan la rehabilitación del valor del trabajo: para unos, de lo que se trata es de reforzar los derechos de los trabajadores; para los otros, de aumentar la productividad y el esfuerzo. Afortunadamente, la sociedad no se estructura ya exclusivamente sobre el valor del trabajo. Valores como los de la igualdad de género, la protección del medio ambiente, la defensa de los derechos de las minorías han tomado carta de naturaleza. La sociedad masculina e industrial ha sido, en ese sentido, superada. Pero el trabajo, es decir, el empleo, sigue siendo determinante en la vida de las personas y de la sociedad.

No se ha producido el fin del trabajo. Lo que se ha producido es el fin de la seguridad en el trabajo y la irrupción de la precariedad laboral, la separación entre valores constitucionales y trabajo, la mercantilización de la protección de la salud física y mental en el trabajo, el incremento de la marginación y del dualismo del mundo del trabajo en la sociedad del conocimiento, el aumento para sectores significativos del tiempo real de dedicación al trabajo, el incremento de la doble actividad para las mujeres ocupadas.

Y paralelamente, un profundo desentendimiento de la izquierda respecto a la situación en la que trabajan y viven, y a las reivindicaciones que demandan, los trabajadores al día de hoy.

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