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Columna
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De acrónimos y anagramas

Un amigo mío trabaja, por ahora, en una moderna empresa española de tecnología punta de telecomunicaciones, que en España significa un portal de Internet. De igual manera que la noticia de la semana pasada que anunciaba la implantación por decreto para 2004 de la tecnología UMTS -veremos si está disponible para entonces-. Qué niveles de candidez, será porque estamos en Navidad. Pero, bueno, que me voy de a donde iba. Decía que mi amigo trabaja -no sé a ciencia cierta si sigue ahora- en un portal de la Red. Me comentaba hace tiempo que las pérdidas de la sociedad le hacían temer lo peor. Lo peor para él, claro. Evidentemente no hace falta que diga el nombre de la susodicha compañía, porque puede ser cualquiera. Todas se encuentran en la misma, análoga o similar situación financiera. Y lo peor llegó. Mi amigo me dice que van a hacer un ERE. En un principio le dije que no estaba tan mal. Dentro de mi ingenuidad navideña y volteriana pensé que se trataría de una nueva forma, por supuesto anglosajona, de llamar a las ampliaciones de capital complicadas o a los préstamos semiamortizables de capital variable indexado con retribución -interés- no fijo y aleatorio de cuantía múltiple en función de la inflación país comparativa, o cualquier otra fórmula de ingeniería financiera siempre muy útil. Desgraciadamente me equivocaba. Un ERE es el acrónimo empleado -con ánimo de despiste, es decir, para que se enteren los menos posibles de qué se está hablando- para referirse al temido expediente de regulación de empleo.

Y ya entramos en harina. Cómo es posible que en un sistema económico que se presume el mejor de los posibles se produzcan pérdidas empresariales, que en su día eran perfectamente previsibles. El problema no es sólo perder dinero, es el coste social y de recursos públicos que supone. Por supuesto, nadie se acuerda de ese despreciable ser llamado accionista pequeñito. Quién responde del desastre. Estaría bueno. ¡Nadie! En nuestros tiempos estamos acudiendo a fenómenos sorprendentes. Quiebras espectaculares por fallos estrepitosos en el sistema de control, que hubieran sido perfectamente evitables con el empleo de un mínimo sentido común legislativo y administrativo. Derroche de recursos, traducida en ineficiencia del sistema, ante apuestas empresariales literalmente descabelladas, que también hubieran sido evitables con controles mínimos de sentido común. Se da un argumento muy curioso para evitar todo tipo de controles a las compañías y a sus administradores. Es la remisión a la libertad y a la economía de mercado. En último extremo a que los otros sistemas son peores. Ciertamente tal razonamiento no es un razonamiento, es una mera justificación. Pero para asumirlo se hace necesario pasar por el trance de humildad de creer más en las personas y menos en los dogmas.

En el concreto caso de las aventuras empresariales resulta sorprendente que los controles tradicionales que, además, son muy eficaces, se apliquen a unos casos sí y a otros no. Siendo como es más que sencillo extenderlos a cualquier supuesto. Me explico. Se trata de la elaboración y autorización de folletos explicativos de la inversión y de la modificación de objeto social de las sociedades. Veámoslo con un ejemplo. Los desmanes cometidos en el pasado por la CTNE -conviene aclarar que no es un cuerpo de policía secreta ni un viejo partido político ni un sindicato anarquista- con su entrada en el mundo mediático no hubieran sido posibles con un mínimo rigor en el control del objeto social de las compañías cotizadas y en el control de las inversiones ajenas a su normalidad empresarial.

Para que una sociedad acuda a los mercados primarios o se pretenda introducir en los secundarios debe explicar qué, cómo, cuándo, dónde, cuánto, por qué, con qué garantías, con qué riesgos, con qué evaluaciones, con qué fiabilidad y someterlo a la consideración y autorización del supervisor. Es una garantía mínima frente al inversor.

Lo mismo ocurre en relación al cambio de objeto social, que debe ser justificado y el socio puede salirse de la compañía, con reglas y procedimientos y valoraciones. Entonces por qué no ampliar el sistema garantista a las inversiones anormales, por el objeto, cuantía o territorio, de las sociedades ya cotizadas. El fundamento es el mismo, la tutela del accionista posible, por qué no del actual. El objeto social de una compañía cotizada no puede ser tan amplio como todo el mercado y debe estar sujeto su giro mercantil al ámbito de su objeto, que para eso está.

No sirven los argumentos contrarios de si no está de acuerdo que desinvierta, que para eso está en Bolsa o aquel tan castizo y español que empleó mi querida Isabel Tocino, siendo ministra, para rechazar una propuesta innovadora: No existen antecedentes en el derecho comparado. Veremos que pasa a partir de pasado mañana. Feliz año a todos.

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