La caridad coordinada
José Manuel Morán sostiene que el lamentable espectáculo que se está viendo, desde hace más de un mes, en Galicia dice mucho de dónde parece haber quedado el milagro español del que muchos alardeaban
Con la catástrofe del Prestige, cuyas consecuencias en los más variados órdenes, incluido el político, es imposible evaluar todavía, se han adelantado este año las fechas en que los medios empiezan a hablar de solidaridad. Y es que con la llegada de la Navidad es usual desear venturas y apelar a la generosidad de los corazones para paliar, aunque sólo sea cosméticamente y por unas horas, desdichas y desigualdades.
Este año, sin embargo, las loas a la entrega voluntaria se han tenido que adelantar, ya que se ha hecho patente que hay quien entre irse a cazar un fin de semana o a retirar chapapote durante el puente de la Constitución eligen esta última opción. Quizá porque no saben que es posible tomar decisiones mientras se acribilla un venado y menos probable abatir un rebeco si uno se decide a decidir desde el sitio adecuado.
Pero volviendo a la gestión de la solidaridad es evidente que en las sociedades modernas, como ya ocurriese en las que las precedieron, la entrega generosa siempre ha venido en ayuda de las carencias de la organización social. De forma que sus aportaciones han supuesto alivios a los sinsabores y padecimientos cotidianos y un socorro de gran valía en aquellas situaciones extraordinarias de catástrofes y desgracias súbitas. Lo cual no ha impedido que desde hace décadas más de un tratadista haya intentado definir cuáles son las líneas maestras desde las que implantar un management adecuado para tales actividades y sectores, y no lucrativos. Para que se viese cuánto cuesta la caridad y cómo es posible hacerla más efectiva y eficiente. Acudiendo, además, a implantar metodologías de evaluación que detecten si lo que se hace desde este entusiasmo solidario no duplica otras acciones públicas o privadas. O cómo se articulan estas acciones con otras que se acometen desde los programas de la acción política o los intereses de las iniciativas mercantiles.
La encomiable respuesta ciudadana ha mostrado que la sociedad española es mucho más responsable que sus administradores
Al hilo de estas consideraciones se ha constatado que las acciones no lucrativas, y las instituciones y organizaciones que las emprenden, suelen generar nuevos liderazgos sociales al definir nuevos servicios y horizontes fundados en el desarrollo de la solidaridad. A la par que permiten que en ellas sea mas plausible la innovación organizativa, la participación de quienes la protagonizan y una mayor sensibilidad social a la hora de detectar demandas y expectativas ciudadanas. Por no resaltar que por su propia búsqueda de soluciones a problemas acuciantes son más proclives a la cooperación que otras entidades que tienen que competir por mercados y clientes.
Tal propensión a la cooperación y a la iniciativa inmediata en pos de soluciones es vista, en los países avanzados y que cuentan con líderes que piensan en cómo poner a trabajar coordinadamente los recursos públicos como los que se pueden allegar desde eso tan etéreo que algunos llaman sociedad civil, como algo que hay que articular y organizar complementariamente a los recursos de los tejidos públicos y privados.
Mientras que se ven como sociedades menesterosas y atrasadas aquellas otras que ante cualquier catástrofe confían más en la acción espontánea de la voluntad de ayudar que en la disponibilidad de recursos y capacidades gerenciales para abordar desde el Estado las desventuras.
El lamentable espectáculo que se ha vivido y se vive estos días en Galicia, por no hablar de los bochornos parlamentarios, dice mucho de dónde parece quedar el milagro español del que algunos alardeaban.
Se ha visto, con la encomiable respuesta ciudadana, que la sociedad española es mucho más moderna y responsable que unos administradores públicos que todavía siguen sin enterarse de que su papel fundamental es gestionar también este tipo de crisis. Aunque para ello no les quede más remedio que aplicarse en coordinar los recursos públicos y organizar la caridad de las gentes que se suman a resolver los problemas.
Lo cual es algo más que visitar una torre de control, poner cara de gran preocupación y seguir creyendo que gobernar es simplemente salir en los telediarios. O suponer que en la competitividad económica y social no influye contar con gobernantes que en lo único que parecen eficientes es en sentirse encantados de haberse conocido. Pero no muestran diligencia y resolución cuando las circunstancias les cambian sus agendas. Ni asimilan que se les pregunte por ello, hasta el extremo de que cuando alguien les pide que se pongan manos a la obra se encocoran como si les hubiesen mentado a sus progenitores. Ni parecen saber que su obligación no es pedir que dimitan los que les incomodan, aunque éstos lo hagan sin el rigor y sagacidad que el caso requiere, y sí la de facilitar medios y hacer que la caridad espontánea sea más eficaz y coordinada. Cosa que, por otra parte, permitiría ver que a los ministros se les paga por algo más que por hacer declaraciones airadas o mentir aturulladamente en el Parlamento y luego justificarlo diciendo que no es posible acertar siempre. Como si lo de gobernar fuese jugar a la Bonoloto.