El futuro de Europa
Jordi de Juan i Casadevall aborda la reforma institucional en la que está sumida la Convención Europea. El autor plantea la necesidad de hablar sin complejos de una Constitución para el conjunto de los Estados
Siguiendo el mandato de Niza y Laeken, la Convención Europea creada ad hoc está inmersa en el diseño de una reforma institucional -constitucional- de la UE. Concretamente, la futura reforma institucional habrá de abordar cuatro cuestiones fundamentales: la delimitación competencial entre la UE y los Estados miembros, la eficacia jurídica de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, el rol de los Parlamentos nacionales en la construcción europea, y la simplificación de los tratados constitutivos.
A todas luces se trata de materia constitucional. Si una Constitución es, como decía un acreditado constitucionalista, el complejo normativo institucional básico, en general difícilmente reformable, que regula el funcionamiento de los poderes públicos y garantiza los derechos fundamentales de los ciudadanos, la proyectada reforma de la UE tiene claramente vocación constitucional. Y así lo reconoce la propia convención, que recientemente presentó el anteproyecto de Tratado Constitucional de la UE.
Por tanto hay que hablar sin complejos de Constitución europea. Otra cosa es que su elaboración deba ajustarse a lo que la doctrina clásica entendía por proceso constituyente. Y otra cosa es que el resultado de este proceso sea el alumbramiento de una federación europea que recoja íntegramente las tesis alemanas sobre listado cerrado de competencias o renacionalización de políticas. Si así fuera, con la cobertura federal, estaríamos dando un paso atrás en la construcción europea. La polémica nominalista sobre el adjetivo que debe colgarse a la Unión no nos lleva más que a atizar un debate estéril entre eurófilos y eurófobos, huérfano de todo pragmatismo.
La polémica sobre el adjetivo que debe colgarse a la Unión no nos lleva más que a atizar un debate estéril entre eurófilos y eurófobos
Y califico el debate como nominalista, porque en realidad lo importante son las competencias que ejerce cada nivel de acción política y el armazón institucional para hacerlas operativas. A partir de aquí, los nombres pueden ser múltiples y, según el peso específico de la Unión Europea en relación a sus socios: federación, confederación u organización supranacional. En España la tipología es todavía más variada, porque algunos hablan incluso de federalismo asimétrico. Lo cierto es que la Unión Europea es algo más que una simple organización supranacional. Quizá lo era cuando se firmaron los Tratados de Roma y de París y nacieron las primitivas CEE, CECA y Euratom, pero ahora ya no.
Por tanto, la duda puede estar en hablar de federación o confederación, término este último totalmente ausente del debate europeo. La diferencia no es fácil de establecer, sobre todo cuando observamos que hay una cierta tendencia a llamar federal a lo que en realidad es confederal. Y eso es probablemente lo que ocurre en la Unión Europea, en la que la titularidad del poder constituyente lo ostentan los Estados nacionales.
Otra cosa es que en el futuro pueda tener una evolución federal, como le ocurrió a Estados Unidos, que a partir de una primera formulación confederal evolucionó hacia una estructura propiamente federal gracias al juego de la cláusula de los poderes implícitos -'implied or inherents powers'- que, por cierto, también existe en el Tratado de Roma.
Sentada esta premisa básica, que Europa se construye a partir de Estados nacionales con su propio bagaje histórico, me parece muy positiva la propuesta española de dotar de cierta estabilidad a la Presidencia del Consejo con un mandato superior al semestral, de cinco años o menos, e incompatible con la presidencia de un gobierno nacional. Se trata de potenciar un órgano de carácter confederal, hacerlo operativo y conjurar el riesgo de coágulo institucional en una Europa ampliada.
El mandato a la convención constitucional es diseñar una arquitectura política más eficaz, más transparente y más democrática. Y en esta línea va la propuesta de fortalecer la presidencia del Consejo que el presidente José María Aznar formuló en Oxford.
Junto a ello, la confederación europea debe plantearse como algo más que una simple estructura orgánica. Europa es también una comunidad de valores. La democracia política, el libre mercado, los derechos humanos y el modelo social europeo son valores cívicos de un embrionario, pero sólido, patriotismo constitucional europeo. Por ello hay que reflexionar sobre la eficacia jurídica de la Carta de Derechos Fundamentales y su eventual incorporación al tratado constitucional como fórmula para llenar de contenido la ciudadanía europea y conseguir una mayor identificación de los ciudadanos con Europa.
La construcción europea debe ser capaz de generar un proyecto -en el sentido orteguiano del término- de ilusión colectiva. La Europa del euro y de los valores democráticos es una gran oportunidad para todos sus ciudadanos.
En estos tiempos en que algunos plantean el sempiterno debate sobre la estructura territorial del Estado, el soberanismo, el federalismo asimétrico o el estatuto de Estado libre asociado, la construcción europea no deja de ser un poderoso analgésico para aliviar un anacrónico nacionalismo reivindicativo.